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Pedimos enchilada, nos dieron...muro

En septiembre de 2001, sentados a la mesa en una cena, el entonces canciller Jorge Castañeda y Condoleezza Rice, que era la asesora de seguridad nacional de George W. Bush, esbozaron en un pedazo de papel una ruta que parecía transitable en ese momento. La legalización de hasta cuatro millones de mexicanos en Estados Unidos en un lapso de cinco años.

La cena la ofrecía el presidente Vicente Fox a Bush. Fox acababa de dar un discurso ante una sesión conjunta del Congreso de Estados Unidos en la que les había enfatizado la necesidad de una reforma migratoria que Castañeda llamaría después ?la enchilada completa?.

Lo que ni Fox, ni Castañeda, ni Luis Ernesto Derbez, que sustituyó a Castañeda en 2003, aclararon nunca es que esa enchilada completa estaba completamente fuera de su control y completamente dentro del control del Congreso estadounidense cuyos miembros, con pocas excepciones, poco entienden del problema migratorio en ese país.

Cinco años después, ese Congreso tomó el pedazo de papel de Castañeda y Rice y en el reverso dibujó una muralla de casi 1,200 kilómetros de largo. La enchilada completa terminó siendo un cargamento de toneladas de acero y concreto de 1,000 millones de dólares que se dirige a la frontera con México para construir una pared que detenga la migración.

Quizá Derbez tiene razón. La aprobación del muro fronterizo en el Congreso la semana pasada no es un fracaso de la política exterior mexicana. Pero tiene razón porque el fracaso no es sólo de la política exterior mexicana, sino de mucho más.

El fracaso viene de una mentalidad de altas expectativas que pretendía que el cabildeo mexicano en Washington y los discursos sobre la cooperación bilateral eran suficiente para convencer a 535 legisladores estadounidenses, cuya mayoría representa distritos y estados en donde la migración ha desatado angustia, a veces pánico, en poblaciones hasta hace poco étnicamente homogéneas, donde la migración apenas empieza pensarse y entenderse.

El cliché es que los ataques del 11 de septiembre cambiaron el panorama sobre migración y enfocaron el debate en seguridad fronteriza en lugar de la regularización de los 12 ó 14 millones de migrantes ilegales en Estados Unidos. Es cierto, pero hay mucho más. El error del gobierno mexicano fue no haber leído las señales.

* * *

El 7 de enero de 2004, el salón este de la Casa Blanca abrió sus puertas a líderes de la comunidad hispana para que Bush presentara su plan de reforma migratoria que incluía tres fases. Uno, la legalización temporal para los inmigrantes ilegales con más de cinco años en Estados Unidos y la creación de un programa para juntar a empresas que ofrecen empleos con gente que busca empleos en otros países. Dos, reforzar la seguridad fronteriza. Tres, un paquete de ayuda económica para que países de América Latina reformen y levanten sus economías para reducir la migración. No era la enchilada completa, pero sí un avance.

Dos meses después, el senador Christopher Dodd, quizá el que mejor conoce Latinoamérica en el Congreso de EU, me dijo que ante la exasperación de algunos legisladores porque Bush no enviaba ninguna iniciativa, la Casa Blanca había explicado que el presidente había ofrecido el marco de trabajo, pero esperaba que los legisladores fueran los que presentaran el proyecto de ley.

Es decir, que un Congreso de mayoría republicana y conservadora, en donde el sentimiento antiinmigrante era cada vez más creciente, habría de proponer un plan.

Pocos leyeron esta señal. Emisarios del gobierno mexicano cabildeaban en el Congreso como si las intenciones de Bush fueran a ser tomada al pie de la letra. Pocos leyeron lo que vendría después de la elección de 2004, un intento de legisladores republicanos de incluir medidas antiinmigrantes (como la prohibición para que gobiernos locales reconozcan la matrícula consular mexicana) en el paquete de reformas al aparato de inteligencia que recomendó la comisión que investigó los ataques del 11 de septiembre.

La medida no tuvo éxito, en parte gracias al esfuerzo del gobierno mexicano en el Congreso. Pero el cabildeo pareció detenerse ahí. En enero de 2005, días después de tomar posesión, tres nuevos senadores de estados sureños que habían visto dispararse la inmigración ilegal en los últimos años me dijeron que la ruta a la reforma migratoria pasaba primero por un reforzamiento de la seguridad fronteriza y que sólo hasta que eso se cumpliera, estarían dispuestos a considerar la legalización.

* * *

Estos tres senadores habían brincado de la Cámara de Representantes, donde se encuentran los elementos más antiinmigrantes del Congreso estadounidense. Es un hecho poco estudiado pero que resulta obvio. Los representantes son electos en distritos compactos, homogéneos en su componente étnico y, en su mayoría, predominantemente blancos.

Los legisladores más poderosos vienen de distritos republicanos de mayoría anglosajona, de estados como Wisconsin, Colorado, Indiana, Iowa o Nebraska, en donde la migración ilegal se ha disparado en tan poco tiempo que ha causado angustia en sus electores, que de repente se ven conviviendo con mexicanos, salvadoreños, hondureños, que entraron a ese país sin papeles.

Para muchos, después del 11 de septiembre, el ver a tanta gente indocumentada lleva a pensar si entre ellos no habría algún terrorista. No los hay, hasta ahora ningún servicio de inteligencia ha reportado intentos de terroristas islámicos de cruzar la frontera desde México. Pero un John Smith, residente de Omaha, Nebraska, no lo sabe, sólo lo imagina y le da miedo.

Aún así, nadie se tomó el trabajo de educar a los legisladores estadounidenses sobre los beneficios de una legalización que permitiría, al menos, que las autoridades de Estados Unidos supieran exactamente dónde están 14 millones de personas.

Tampoco pareció figurar en el análisis y los cálculos, el creciente poder de legisladores rabiosamente antiinmigrantes, gente busca cargos de elección popular solamente bajo esa bandera, y los gana.

El gobierno mexicano se quedó en el discurso de la amistad entre los dos países y cómo el muro la dañaría, cuando a los representantes no entienden lo que significa la cooperación bilateral.

Y nadie en México tomó realmente en serio el argumento de que la mejor forma de evitar la migración es crear empleos aquí mismo. Más mexicanos emigraron a Estados Unidos entre 2001 y 2005 que entre 1995 y 1999, luego de que el país sufrió su más grave crisis económica.

* * *

Hay, desde luego, un gran componente de hipocresía en el Congreso de Estados Unidos. Muchos de los legisladores que aprobaron el muro reciben fuertes donativos de corporaciones que han elevado sus ganancias porque emplean mano de obra ilegal. Otros nunca han pensado en realidad el problema pero toman una posición contraria a la migración porque les rinde réditos electorales, sobre todo este año en el que más de 400 representantes y 31 senadores buscan la reelección.

Pero también hubo un elemento de hipocresía en el gobierno mexicano, exigiendo a Estados Unidos que se encargara de darle papeles, empleo, seguridad social, servicios de salud y educación unos 8 millones de mexicanos cuando el gobierno de México fue incapaz para hacerlo y, hasta ahora, no ha podido sentar las bases de una expansión económica que absorba a la fuerza laboral de más de dos millones de personas que se ven forzados a emigrar cada año.

Durante cinco años esperamos la enchilada completa. Lo que hemos recibido es una aberración. Un muro fronterizo que manda el peor de los mensajes. Quizá el muro completo nunca sea una realidad, el Congreso aprobó fondos para construir sólo un tercio de los 1,126 kilómetros de longitud. Pero que nadie se rasgue las vestiduras. El Congreso de Estados Unidos aprobó el muro, pero el gobierno mexicano no hizo gran cosa para detenerlo.

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