El presidente Calderón ha sido elocuente en sus gestos. No ha hecho mucho; se ha dedicado a enviar señales. A diferencia de algunos de sus antecesores, no inició su gestión con un paquete de iniciativas concretas. El Congreso no ha recibido propuestas de innovación del Ejecutivo. Frente a esa infertilidad en lo concreto, el Gobierno ha sido pródigo en símbolos. Restauración simbólica, firmeza frente a los chantajistas, batalla por la seguridad, combate a la delincuencia. Las decisiones de la Administración son, ante todo, señales de que el Gobierno de Calderón reconoce la gravedad del problema. Su antecesor seguía con la cabeza bajo la tierra, negando la crisis de Estado que padecemos. Llamo gestos a las acciones del presidente Calderón porque, aunque impliquen una auténtica movilización militar aún parecen más el emblema de una determinación combativa que un auténtico giro en la política de seguridad pública. Es demasiado temprano para saber si el viraje trascenderá lo gestual.
Un entendible sentido de urgencia ha gobernado los primeros actos presidenciales. El problema es que los apremios pueden terminar nublando lo importante. La recuperación de la seguridad es la apuesta que consume la atención del nuevo Gobierno y tal parece que todo se subordinará a esa causa. Por supuesto, no se trata de un capricho presidencial. La descomposición del Estado en últimas fechas había llegado a extremos de alarma. La exhibición de la violencia de los últimos meses exigía al nuevo Gobierno tomar una posición clara al respecto. Era efectivamente inaplazable el dar muestras de determinación. También es entendible que un Gobierno débil escoja puntualmente sus batallas y concentre su atención en aquello que alcance la condición de prioritario. Un Gobierno como el de Felipe Calderón tiene un parque limitado. Un Gobierno de minoría que ocupa el mando de un Estado ruinoso y que, además, recibe bajo intensos cuestionamientos políticos sería tachado de suicida si se dispusiera a enfrentar, simultáneamente a todos sus enemigos. La realidad impone el deber de concentrar esfuerzos y atender lo prioritario.
Ese mismo sentido de realidad ha llevado al presidente a cerrar filas con sus aliados y sus patrocinadores. El candidato que ofrecía un Gobierno abierto a las coaliciones, conformó, desde la Presidencia, un Gabinete gris de incondicionales.
El mensaje no puede ser más claro: Calderón no está dispuesto a correr el riesgo de fisurar sus apoyos. Si el exterior es agresivo y, sobre todo, inconfiable, la plataforma de su Gobierno es un núcleo rígido y estrecho de respaldos que no brillará con luz propia.
Los gestos y los actos iniciales son razonables y tienen el apreciable valor de la claridad. Calderón sabe que no puede lograrlo todo y que no puede gobernar con todos. Se concentrará en unas cuantas causas y las promoverá con los suyos. Cuando menos, se trata de un arranque cristalino. Habrá que apuntar, sin embargo, que la determinación de las prioridades y las alianzas tendrá severos costos para la Administración y para el país. Todo Gobierno cuenta con recursos limitados y se ve obligado a hilvanar acciones en el tiempo. Inevitablemente, para gobernar hay que posponer. La secuencia del actuar político suele ser más importante que la medida y el propósito. El pequeño inconveniente es que los problemas no hacen fila para presentarse en orden, uno por uno, secuencialmente. La sociedad padece simultáneamente mil problemas, mientras el poder tiene que seleccionar los que serán encarados. Repetiré un lugar común: lo importante suele ser pisoteado por lo urgente. Ese es el riesgo que corremos hoy. No pongo en duda la urgencia de reconstituir el Estado. Estoy convencido que el nuevo Gobierno acierta al definir esa tarea como la primera prioridad. Lo que parece riesgoso es que no se asome complemento a esa misión, que no se alcance a ver un Gobierno capaz de trazar otra meta.
Es cierto que dos semanas son poco tiempo para evaluar el sentido de un Gobierno. No pretendo hacer un dictamen súbito de un Gobierno que apenas se atisba. Pero ya resulta notable la ausencia de impulso en tareas que no sean de gendarmería. Y lo que es, sobre todo, notable, es el inmenso costo que está dispuesto a pagar el Gobierno por el restablecimiento del orden. En concreto, Calderón ha dado muestras de que está dispuesto a prorrogar el régimen corporativo que resultaba tan repugnante al viejo panismo y determinado también a cuidar los privilegios que tanto daño le hacen a la aptitud de México para competir en el mundo.
El costo del pacto con el sindicato magisterial es inmenso: se trata de una deserción, de un abandono que coloca a México en situación de extrema vulnerabilidad. El Gobierno calderonista ha abdicado en materia educativa. Calderón se dio por derrotado sin siquiera dar la primera batalla por la calidad de la educación. La evaluación del sistema escolar hecha recientemente a iniciativa de la Secretaría de Educación reconoce institucionalmente lo que se sabe desde hace tiempo (Sonia del Valle, ?Controla el SNTE educación? Reforma, 14 de diciembre): el gran obstáculo para mejorar la educación en el país es el sindicato. Por decisión del Gobierno de Calderón, se le ha obsequiado el control de la educación básica a ese grupo de interés. La mano firme que se presume en un frente es blandenguería en otro.
En pocos días, el Gobierno de Calderón ha dado muestras de que dará la pelea por la seguridad. En el mismo lapso ha revelado que no le interesa emprender la batalla por la educación. Recuperar las calles y entregar las aulas.¿Qué importa que el narcotraficante esté en la cárcel si un sindicato ha secuestrado, con la aquiescencia del Gobierno, a los niños?