Escribí la semana pasada que la situación política y social por la que atraviesa México es preocupante por la conjunción de problemas nuevos y no tan nuevos, y que esta realidad, a la que se enfrentará el próximo presidente de la República a partir del primero de diciembre, de no atenderse a tiempo, podría ocasionar que el polvorín tarde o temprano estalle.
Como fenómenos heredados por los gobiernos anteriores al actual cité la desigualdad socioeconómica y la presencia de grupos armados en varios estados del país.
Pero hay otros dos ingredientes del coctel de la vida nacional que en el sexenio de Vicente Fox han emergido con rapidez y virulencia: por una parte, la pérdida de la confianza ciudadana en las instituciones del Estado y, por otra, la violenta manifestación de la delincuencia organizada cuya presencia, si bien no es reciente, sí lo es su creciente daño a la seguridad y tranquilidad de la sociedad.
Sobre el primer asunto hay que comenzar hablando por el desgaste que sufrió la credibilidad del dilatado régimen priista en las últimas tres administraciones federales: Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo. La traición del antiguo partido de estado a sus propios principios al abrazar la ideología neoliberal; las cada vez más evidentes señales del fraude electoral; las crisis cíclicas que como un terremoto derrumbaban súbitamente los edificios de esperanza que el ciudadano de a pie construía en base a los engaños del poder; en fin, la corrupción de la burocracia, las promesas siempre incumplidas y la incapacidad de los gobernantes para resolver las necesidades más elementales de la mayoría de la población, cuartearon a la dictadura e hicieron que un amplio sector de la sociedad simplemente dejara de creer en las mentiras del PRI, lo cual mermó también la confianza de la ciudadanía en el Estado, debido a la estrecha relación e identificación que mantuvo éste con aquél durante décadas.
Vino el dos de julio de 2000 y con él, el voto de castigo al Revolucionario Institucional. Acción Nacional, de la mano de Vicente Fox, consigue lo que parecía cada vez menos imposible: sacar al tricolor de los Pinos. Quienes votaron por el guanajuatense, y otros muchos que no también, abrigaron la esperanza de que la alternancia política brindara por fin el bienestar y el desarrollo antes prometido pero nunca alcanzado.
Durante su campaña, el entonces candidato de la Alianza por el Cambio estableció los compromisos de siempre con el electorado: acabar con la corrupción, impulsar el crecimiento económico, resolver los conflictos armados, mantener la seguridad pública, acabar con la pobreza, entre otros, pero tenía la ventaja de su carisma, su aparente cercanía al pueblo, y, lo más importante, la confianza de unos ciudadanos cansados del PRI.
El PAN llegó así al poder por primera vez y la gente dio tiempo y creyó en la palabra empeñada del nuevo presidente. Pero muy pronto Fox dio visos de su inexperiencia e incapacidad, y de ser el candidato del “hoy, hoy, hoy” y el “ya”, pasó a ser el mandatario del “no son tan fáciles las cosas” y “no me dejan hacer nada”. La figura del titular del Ejecutivo se fue desdibujando con los constantes tropiezos y su incompetencia se hizo evidente con cuestiones como la de Chiapas, el crecimiento económico, las reformas, la falta de consenso político, los sindicatos, la corrupción y la inseguridad pública. La gente, como era obvio, se desesperó y de la ilusión y la esperanza pasó a la frustración y el desencanto.
Nunca como en el actual sexenio la política se ha convertido a los ojos de los ciudadanos en algo tan inútil y oneroso. Las pugnas entre partidos y facciones, en las que Fox no ha dejado de participar, el descrédito y la descalificación, han envilecido a instituciones -como la Presidencia y el Congreso- lo cual, aunado a la falta de resultados tangibles, ha derivado en la pérdida de la confianza de la población en las instituciones. Ya no es un partido el “enemigo” de la democracia, ahora es toda la llamada clase política.
Acerca de la inseguridad, sólo hay que observar cómo se ha disparado el número de ejecuciones en los últimos tres años. La violencia de la delincuencia organizada mantiene en vilo a los habitantes de estados como Tamaulipas, Baja California, Sinaloa, Sonora, Michoacán y Guerrero. La desaparición o encarcelamiento de los grandes capos ha desatado una guerra al interior de los cárteles y entre microcárteles que ha encontrado en la tranquilidad de la ciudadanía a su principal víctima. Nadie pude vivir seguro a sabiendas de que en cualquier calle de su ciudad puede presentarse una balacera entre grupos armados opositores, de los cuales, además, son miembros agentes de las corporaciones policíacas de los tres niveles de Gobierno. La Administración de Fox no ha podido hacer frente a esta creciente ola de violencia y los mexicanos se dan cuenta de ello. ¿Qué se puede esperar de un Estado que no es capaz de brindar la mínima certidumbre y seguridad a su sociedad? ¿Y qué puede esperarse de una sociedad cansada de esta situación?
En conclusión, México vive hoy una realidad de desigualdad económica y social y de desconfianza en las instituciones políticas, que con la violencia potencial de los grupos guerrilleros y real de la delincuencia organizada, pintan un peligroso escenario para el próximo presidente de la República. ¿Quién de los candidatos ha mostrado la capacidad para enfrentar este enorme reto? A mi juicio, hasta el momento ninguno.
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