Locos de contento, con un cargamento de bloqueadores, bronceadores, flotadores y chiquillos: en lugar de huir de la multitud, nos unimos al éxodo masivo que abandonó la capital. La Semana Santa es sagrada. Días de guardar que al menos en nuestro país no se le niegan a nadie, por lo que toda persona con el ánimo expiatorio emprende el peregrinaje como puede: en auto, en avión, en barco o en autobús, y si no hay para más, en cualquier camión de redilas en donde con un anafre y colchones, viaja barato toda la familia, incluidos perico y perro, porque tampoco es cosa de abandonarlos en casa.
Los lugares preferidos para cumplir la penitencia que exigen estos días santos son casi siempre las playas, aunque ya puestos en movimiento llegamos hasta donde el bolsillo alcance ¡total! somos un pueblo sin límites.
Llegado el momento de partir, siguiendo la vieja costumbre de mamá preparé el itacate: tortas de bacalao, una hielera con bebidas y toda clase de chatarra con que se alimentan los vampiros modernos.
Tempranito, enlatados ocho en una camioneta de seis plazas, enfilamos hacia Acapulco. Contrariando un poco el espíritu de penitencia, partimos felices a disfrutar de un merecido cansancio que se irá incrementando en el esfuerzo de salvaguardar entre la multitud nuestro espacio vital, de mantener a salvo un mínimo de dignidad y de satisfacer las necesidades más elementales.
La primera caída de nuestro Vía Crucis familiar, tuvo lugar después de que habiendo consumido gran parte de la chatarra y antes de llegar siquiera a la primera caseta de la autopista a Cuernavaca, uno de los vampiritos preguntó por primera vez ¿Ya llegamos?
La segunda caída tuvo lugar cuando a mitad del camino quisimos cargar gasolina y nos informaron que se había agotado. -No te preocupes, el Señor no permitirá que nos quedemos tirados en la carretera con todas estas criaturas. Además, podemos aprovechar la parada para ir al baño- le dije al Querubín que empezaba a poner cara de crucificado.
Ahí, ante la sordidez y el hedor de los baños arrasados por las hordas de penitentes que nos precedieron, tuvimos otra caída.
Fue así que bien entrenados para la resignación y la paciencia, después de llegar todo está resultando más fácil: esperar que se desocupe una mesa en cualquier restaurante mientras insolados y hambrientos miramos pasar las órdenes de langostinos y los magníficos cócteles que no son para nosotros o aún la imposibilidad de pisar el mar sin patinar sobre la playa de ombligos aceitosos, ya casi ni nos afecta, aunque pensándolo bien, prefiero el luto, la contrición y el silencio con que acostumbrábamos hacer penitencia en los lejanos tiempos de mi infancia.
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