Quienes hemos llegado a cumplir cierta edad nos damos cuenta, cada día más, que estamos viviendo en un mundo prestado, un mundo que no es del todo aquel en el que nacimos; y que si queremos, como queremos, vivir unos cuantos años más en él tenemos que pensar de vez en cuando en alguno de sus cambios, para no meter mucho la pata con las generaciones que siguieron a la nuestra.
Me entero, no sin tristeza, que hoy se envejece con mucha más rapidez que antes, no obstante que siempre ha sido pronto. Acabo de escuchar a una linda jovencita de 19 años que, con motivo de cumplirlos decía sentirse vieja. ¿No es esto trágico? Acaso esto se deba a todo lo que saben de la vida a esa edad. La televisión, ese aparatito mal usado, desde su más tierna edad les muestra todo lo que hay que saber del amor físico, del Sida y los preservativos, amén de cada tarde llenarles el morral de dramones domésticos, infidelidades, drogadicciones, falsos valores y veladas y directas recomendaciones a gozar de la vida, como suya, cuanto antes.
A lo anterior hay que añadir que cada hijo quiere en sus padres un amigo (¡y los padres que tanto se ilusionaron con ser padres teniendo un hijo!); tú sabes, alguien que le diga sí a todo, que cubra sus trampas y errores. Lugo resulta que los padres no entienden a sus hijos, de quienes deben tratar de ser amigos a como dé lugar para poder comprenderlo. A muchos padres en este esfuerzo se le va la vida sin lograrlo, porque unos y otros, padres e hijos, tienen su particular concepto de la amistad y no coinciden.
También la educación recibida en las escuelas ha cambiado. Y más que a otra me refiero a la primaria.
Creo que fue la señorita Hortensia, mi profesora de cuarto de primaria la que una tarde se quejó en voz alta diciendo que “los maestros de primaria entregaban todo lo que sabían a los niños quedándose, a cambio, con toda la ignorancia de aquéllos”.
A una de mis sobrinas radicada en Norteamérica donde es maestra, le pregunté un día si era cierto aquello que se ve en algunas películas que traían escenas de rebeldía y escándalos de los alumnos en los salones de clases y me contestó que, efectivamente, han llegado a ser intocables para los maestros, Yo le conté entonces de los efectos mágicos que entre nosotros surtió la aplicación oportuna de la vara de membrillo que era como una extensión del brazo del profesor Tijerina, y a los mismos efectos que surtía, según me contara mi primo Ignacio la campana de mano de cierto profesor de la Centenario. Pero, claro, ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre.
La confusión es el gran problema de estos años. Todo mundo anda confundido, aunque nadie o pocos lo confiesen. Y en esto de la educación, el problema es que ahora ni los padres ni los maestros saben exactamente cómo debe ser.
En todos los tiempos, la aspiración de los niños –dejemos a las niñas en paz- ha sido ser mayores. Unos para rasurarse, otros para fumar su primer cigarro.
Uno de mis nietos contaba hasta hace poco los días que le faltaban para cumplir doce años, porque al cumplirlos ya le permitían bañarse en el club en los baños de hombres. En esta prisa de vivir cuando en el hogar no se da a los hijos una buena tabla de valores morales y cuando ésta no es reforzada en las escuelas, o viceversa, el riesgo que existe para los adolescentes y jóvenes es tremendo.
Pueden ser fácil presa de turbios consejeros que les insisten que su vida es suya y que deben de vivirla ya, es decir, de comenzar a envejecer rápidamente.