Desaparecido hace un año, el caso del reportero de El imparcial de Hermosillo, Alfredo Jiménez Mota, no es un asunto singular. Para infortunio de la sociedad, la política de desapariciones forzosas fue diseñada y aplicada por órganos del Estado desde hace varias décadas, y al menos quinientas personas son reclamadas por sus familias, que las quieren vivas pues vivas se las llevaron. Durante la mayor parte de ese tiempo fue inútil, y aun peligroso, demandar de la justicia la localización de los desaparecidos y el castigo para quienes los capturaron sin mandamiento judicial ni tampoco los sometieron al proceso que les correspondiera de haber sido acusados formalmente. La monstruosidad de esa clase de prácticas estribó en que las realizaron los encargados de castigar a quien las efectuara.
El caso de Jiménez Mota remite a otra cara de esa monstruosidad. El 19 de abril pasado, diecisiete días después de la desaparición, el presidente Fox ofreció emplear “toda la fuerza del Estado” para hallar al joven periodista -apenas en febrero había cumplido 25 años de edad- y castigar a los responsables de su secuestro. Tras un año de la desaparición, pesadísimo lapso para los padres de Alfredo, cumplido el domingo pasado, nada se sabe sobre su paradero. Horas después del mensaje presidencial la Procuraduría General de la República se hizo cargo del caso, a través de la Subprocuraduría de Investigaciones sobre Delincuencia Organizada. Ante la esterilidad de sus indagaciones, la Siedo hubiera podido marcar el primer aniversario del suceso dando cuenta pública de sus tareas. Ni siquiera eso hizo.
La falta de correspondencia entre el compromiso presidencial y los resultados un año después obligan a preguntarse si las palabras de Fox fueron irresponsablemente banales, una fórmula manida para salir del paso, o si lo dijo con plena convicción y conocimiento de los alcances de su expresión. Ofrecer lo que el presidente ofreció a los atribulados padres y a los angustiados compañeros de redacción de Alfredo Jiménez, sin intención de practicar lo dicho habla de una insensibilidad enfermiza. Es peor, sin embargo, si Fox dijo lo que dijo con ánimo de efectivamente poner toda la fuerza del Estado al servicio de esta investigación, porque estamos entonces ante la evidencia de que toda la fuerza del Estado es ninguna. El aparato estatal de indagación no ha podido hacer valer la palabra de quien lo encabeza.
Establezcamos la causa de ese resultado. Para simplificar el planteamiento, admitiendo que es posible y aun necesario introducir diversos matices, el estado actual de la indagación a que se comprometió el presidente puede derivar de incapacidad técnica, de ineptitud para el cumplimiento de la tarea encomendada, de negligencia pura o de dolo. En este último extremo podríamos suponer que hay la intención explícita de no avanzar en la pesquisa, en beneficio de los verdugos de Alfredo Jiménez Mota, o podríamos suponer la complicidad neta. Es decir, no sólo dejar en la impunidad a los captores del periodista, sino realizar esa acción como parte de una labor conjunta entre delincuentes y los encargados de perseguirlos.
Juzgue usted algunos de los hechos que conducen a esas hipótesis. La noche del dos de abril en que desapareció, Jiménez Mota se disponía a responder a “un contacto” que mostraba nerviosismo. Él, por su parte, restó importancia al encuentro, pues anunció a una de sus compañeras de trabajo en El imparcial que la vería después, tan pronto desahogara su cita. Cuando no volvió de ella, y se empezó a investigar su suerte, quedó localizado su último interlocutor telefónico, que resultó ser el subdelegado de la Procuraduría General de la República, Fernando Galván Rojas. Dada su posición y el hecho de ser el destinatario de la última llamada hecha por Jiménez Mota antes de desaparecer, podía esperarse que su declaración fuera productiva y aun crucial. No lo fue; la trivializó tanto que hizo ostensible que mentía. Y al poco tiempo sus jefes lo pusieron a salvo. Dizque para investigar su conducta, lo que podría hacerse en Hermosillo mismo, fue llamado a la Ciudad de México donde se le exoneró. No hay una constancia formal pública de que rindiera una declaración tras de lo cual se le permitió abandonar el servicio, como si no hubiera tenido nada que ver con Jiménez, de quien era proveedor de información según comentaba el reportero en su entorno.
Es comprensible que nunca aparezcan quienes secuestraron al joven periodista porque quizá son los mismos encargados de buscar a tales secuestradores. Ante esa falta de resultados, aquí y allá brotan versiones sobre lo sucedido a Jiménez Mota, sobre sus posibles victimarios. Sean quienes sean, lo cierto es que permanecen sin castigo, y que esa impunidad es gemela de la que beneficia a quienes atentaron en el otro extremo de la frontera norte, contra el diario El Mañana, de Nuevo Laredo.
Alfredo Jiménez Mota nació en Empalme, Sonora, en febrero de 1980, hijo de José Alfredo Jiménez Hernández y Esperanza Mota, cuyo orgullo por el hijo tempranamente exitoso se trocó en tragedia que dura ya un año. Desde que estudiaba comunicación en Culiacán trabajó en periódicos, y en octubre de 2004 fue reclutado por El Imparcial. Su agudeza y decisión le permitieron conocer pronto la región e identificar a los jefes de las bandas del narcotráfico. Por eso lo han silenciado e inhibido con ello a su diario y sus compañeros, carentes de garantías para hacer su tarea.