Indignados por el ataque del Gobierno de Israel a territorio libanés, como intensificada extensión de su combate defensivo a la guerrilla terrorista Jezbolá, centenares de “miembros de diversos sectores de las comunidades académicas, artística, política, empresarial y ciudadanos en general” de México publicaron hace una semana un “enérgico llamado a la Organización de Naciones Unidas, para que intervenga en la inmediata suspensión de la incursión militar, el bloqueo total y la destrucción de toda la infraestructura en el Líbano”.
Comprensiblemente, el embajador israelí en nuestro país, David Dadonn, se dolió de esa mirada unilateral de la actual crisis en Oriente Medio y acusó a los firmantes de “falta de valor moral”, de “hacer diferencias entre víctimas civiles israelíes y víctimas libanesas, al no mencionar a las víctimas israelíes” y, también, de “apoyar indirectamente al terrorismo islámico porque para el Jezbolá ese texto es un aliento para seguir atacando a Israel”. Calificó de “error moral muy grave” pedir a Israel “parar los ataques” y no hacer lo mismo con Jezbolá.
La protesta del 24 de julio incurrió, a mi juicio, en dos omisiones. Una, la apasionadamente señalada por el embajador (que le mereció una infundada descalificación de la Cancillería, como si el diplomático hubiera vejado a ciudadanos inermes). La otra consistió en un análisis insuficiente sobre la gestación del embate israelí contra Líbano y sobre sus dimensiones.
Carlos Monsiváis contestó a Daddón y si bien rebatió la imputación del embajador, le otorgó la razón en cuanto hace al silencio sobre las víctimas israelíes y la correspondiente censura a la violencia destructiva de Jezbolá. Los firmantes no habían sido enteramente omisos sobre el tema. Hablaron del “terrorismo” de Jezbolá y condenaron “enérgicamente las acciones paramilitares de ese grupo”. Y si bien exigieron el cumplimiento de la resolución 1559 de la ONU (adoptada por el Consejo de Seguridad en septiembre de 2004, que ordena el retiro de Siria de territorio libanés y el desarme de todos los grupos), tuvieron como “evidente” que ninguna acción hostil de Jezbolá “justifica en modo alguno la desproporcionada y violenta respuesta del Gobierno israelí”.
Monsiváis admitió que “el texto debió ser más específico” en condenar los asesinatos de israelíes y explicó que el llamamiento a detener los ataques es a la ONU, no a Israel. Y el hecho de no solicitar a Jezbolá un alto al fuego lo explica diciendo que “sería inconcebible dirigirnos a una organización criminal, asumirla como interlocutora y pedirle algo. Eso sí sería un error moral muy grave que mucho se nos reprocharía”.
Como si el debate versara sobre su fama pública y no sobre la guerra y la paz, al responder Monsiváis recapituló su posición ante el conflicto entre Israel y Palestina: en todos sus escritos sobre el tema, recordó, “he pedido explícitamente el fin de la matanza y he señalado las responsabilidades correspondientes, desde luego la de terrorismo”. El islámico, puntualizó, es “repudiable por un sinfín de motivos, entre los que se incluyen su sexismo y su homofobia criminales”.
Y, tras reafirmar su posición sobre Israel y el pueblo judío, concluyó con una pregunta retórica que intentó colmar el vacío que indignó al embajador Dadonn, en vez de hacerlo con una afirmación contundente:
“Respeto profundamente el derecho a existir en paz del Estado de Israel y admiro vastamente la cultura del gran pueblo judío, a la obra de muchísimos de cuyos integrantes tanto se le debe y le seguirá debiendo y a cuyo ejemplo en conjunto le debe la humanidad su esfuerzo heroico durante el Holocausto. ¿Quién sensatamente puede desdeñar las bajas civiles en Israel?”
Independientemente del desarrollo de los acontecimientos en las últimas horas, lo cierto es que la crisis en Oriente Medio, generadora de tanta muerte en las últimas semanas, requiere un abordamiento internacional que evite consecuencias aterradoras. El derecho de Israel de vivir en paz incluye la garantía elemental de todo Estado a unas fronteras seguras, rota por el terrorismo que se impone a Beirut y aprovecha su infraestructura, que le permite atacar por doquier y no sólo en los linderos.
Se comprende que la suerte del Líbano haya suscitado reacciones de condena a la acción israelí, faltas, sin embargo, de información que incluya las razones de Israel. Un país que desde su nacimiento ha tenido que confirmar militarmente su derecho a existir hasta en cuatro ocasiones (1948, 1956, 1967 y 1973) se ve obligado a practicar una ruda política de defensa, ante la evidencia cotidiana de sus riesgos fronterizos. La vecindad de Líbano y el sometimiento de muchos de sus Gobiernos a las exigencias sirias convirtieron a aquella nación en campo de una lucha que le es ajena. El desacato a la resolución 1559, citada por los firmantes de la protesta hace que Líbano sufra las consecuencias de la acción homicida de Jezbolá.
Demandemos el alto a todos los fuegos. Que cese, sí, la agresión israelí a personas y bienes libaneses. Que terminen las incursiones militares a Gaza, de donde en clara voluntad de paz se retiró Israel hace un año. Que no haya más atentados contra inocentes en el campo y las ciudades de Israel, ni más lanzamiento de poderosos cohetes teledirigidos contra Haifa y sus alrededores. Que prevalezca un impulso vitalista que nos haga repudiar toda violencia, cualesquiera que sean su esencia o su apariencia.