Sólo ocasionalmente el “dedazo” presidencial, en los tiempos de la dominación autoritaria priista, provocaba inconformidades. O mejor dicho, quizá las causaba siempre pero casi nunca se evidenciaba el descontento. Los aspirantes perdedores se atenían a la decisión adversa en espera de que en una decisión posterior la disciplina mostrada pudieran blandirse como una especie de vale donde consta un adeudo.
En cambio ahora, las decisiones en el PRI sobre candidaturas legislativas generan gran tensión, entre otros motivos porque no derivan de un foco central de poder, sino que resultan de negociaciones entre el candidato presidencial, el hombre fuerte de su partido, que actúa por encima de la dirección formal del mismo, y los gobernadores priistas. En las entidades donde gobierna el PAN o el PRD Madrazo tiene márgenes más anchos para inducir la elección de los suyos.
Pero en cambio pueden surgir problemas allí donde actuales o anteriores titulares del Ejecutivo local tienen una palabra que decir y esa palabra no coincide con la que se impulsa desde el centro. Pensemos, por ejemplo, en la reacción que se atribuye al ex gobernador de Sinaloa Juan S. Millán, que habría amenazado con irse del PRI si prosperaba la candidatura de Francisco Labastida a senador de mayoría. Labastida mismo estuvo el año pasado a punto de marcharse del partido que lo postuló a la Presidencia en 2000 y en las negociaciones con los más conspicuos antimadracistas, entre los que él se cuenta, se les ofrecieron posiciones que no pueden prometerse como cosa propia porque otros factores intervienen en su definición.
Conforme a la fama que padece Madrazo, podría suponerse que aproveche la antigua discordia de Labastida y Millán para exclamar ante aquél la célebre expresión ruizcortinista (¡perdimos!) y de ese modo aparentar que cumplió su compromiso con el precandidato que lo derrotó en 1999 y al mismo tiempo no colocar a Millán en la tesitura de irse del partido.
Otro género de conflictos se presenta por ejemplo en Nuevo León. A pesar que se admitió que las encuestas de opinión dieran la pauta para seleccionar a los candidatos a posiciones legislativas, el gobernador Natividad González Parías, prefiere a sus cercanos Eloy Cantú e Ildefonso Guajardo para la fórmula senatorial y no a Marcela Guerra y Benjamín Clariond, que aventajaron a aquéllos en los sondeos.
En Hidalgo el eventual conflicto surge de la coalición formada por el PRI y el partido Verde con gran ventaja para éste. Para completar el número de senadores que el tricolor regala al partido de la familia González Martínez, no sólo se anotarán miembros de ese grupo en la planilla de representación proporcional sino que se les aseguraron candidaturas para la competencia de mayoría.
Ese es el caso del diputado verde Cuauhtémoc Ochoa, que irá en el número dos de la fórmula de la Alianza por México. Eso reduce el espacio en que el PRI puede satisfacer a sus militantes, pues no tiene dos bancas que ofrecer, sino sólo una. La ocupará Jesús Murillo, un insaciable ex gobernador al que Madrazo envió a las elecciones mexiquenses de julio pasado y del domingo 12 de marzo, con resultados dispares. Se supone que Madrazo apoyaría a David Penchyna, ex diputado federal y ahora miembro del Gabinete local, que ganó la confianza del ahora candidato presidencial de su partido como secretario técnico del consejo político nacional.
Le será difícil a este calificado militante de su partido asumir el doble trago amargo de que lo desplace un oscuro miembro de otro partido y un ex gobernador que no se admite sin poder. En Hidalgo mismo tenemos motivo para comprobar que no sólo en el PRI la selección de candidatos produce conflictos.
En el PRD hidalguense el problema se llama José Guadarrama, que salvo un arrebato de sensatez a última hora, ocupará el primer lugar en la fórmula perredista y será por lo tanto senador una vez más (lo fue ya, postulado por el PRI, en el sexenio pasado). Después de una carrera de la que no podría ufanarse un político democrático (que incluyó represión y fraude electoral contra perredistas), en 1998 quiso ser candidato priista a gobernador y al no lograrlo pretendió serlo en el PRD. Todavía, sin embargo, sacó beneficios de su militancia priista por lo que mantuvo su afiliación a ese partido hasta 2002.
A la cabeza de un Frente democrático hidalguense y con base en su poder económico, forjado sólo en la política y el servicio público y por lo tanto sujeto a razonables suspicacias, se erigió en factor dominante del PRD. Consiguió al fin ser candidato de ese partido en la elección del año pasado y quedó lejos del triunfo. Con ello se probó que, si es contrario a los principios perredistas haberlo postulado, fue un error hacerlo por pragmatismo, porque no produce los votos de que se ufana capaz. Sin aprender esa lección y dado su contubernio con Nueva izquierda y con el mismísimo líder nacional perredista Leonel Cota, Guadarrama será de nuevo senador, sin que aporte al partido que lo acoge prestigio ni respetabilidad y ni siquiera votos. Al contrario, la decepción que causa en buena parte del perredismo y en las redes ciudadanas la obstinación en favorecer a Guadarrama resultará en una disminución de votos a ese partido, no sólo para sus candidaturas legislativas sino aun en la contienda presidencial. Sólo un triunfalismo infantil puede suponer tan cierta la victoria de López Obrador que pueda darse el lujo de perder apoyos a sabiendas.