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Plaza pública/Infierno en la mina

Miguel Ángel Granados Chapa

El viernes 24 el secretario del Trabajo Francisco Javier Salazar informó a los parientes de los mineros atrapados en la mina ocho de la unidad Pasta de Conchos que se suspenderían los trabajos de rescate. Sólo al día siguiente, desmontado ya el campamento constituido por los deudos desde la alborada dominical, junto con el director de Industrial Minera México, Javier García de Quevedo y el gobernador Humberto Moreira, comunicó a los familiares la verdad definitiva. Todavía esa mañana sabatina, sin embargo, desinformado o engañoso como su subalterno, el presidente Fox había anunciado la reanudación de las tareas de rescate.

Es preciso reparar en ese manejo equívoco y defectuoso, por dolo o por impericia, de la información debida a las familias de los mineros muertos, no en el ánimo mezquino de cazar gazapos, sino porque nos hace prevenirnos contra el riesgo de que se manipule la información ahora mismo, cuando se realiza la remoción de escombros y la búsqueda de los restos de las víctimas y cuando se indaguen las causas del gravísimo acontecimiento (al que no podemos llamar accidente, al menos por ahora).

No está claro cuándo llegaron la empresa y las autoridades a la noción difundida el sábado respecto de lo acontecido, ni cómo configuraron la hipótesis (pues de eso ha de tratarse, aunque se la presentara como verdad sabida), según la cual por razones aún no establecidas, “se produjo una alta concentración de metano que generó una explosión de gran magnitud y afectó el total de las instalaciones subterráneas.”Se trató de una explosión mixta y simultánea de gas metano y polvo de carbón, lo que acrecentó el efecto destructivo, generando temperaturas superiores a los 600 grados y una gran onda expansiva que se extendió a la totalidad de la mina” (Seiscientos grados es el infierno. Es la mitad de la temperatura necesaria para fundir el hierro, seis veces más la que hace hervir el agua, y casi el doble del calor que puede generar un horno doméstico).

Continúa el informe oficial: “Por la magnitud de esa explosión...la atmósfera de la mina cambió instantáneamente para convertirse en un ambiente general de alta concentración de metano y monóxido de carbono, con casi nula presencia de oxígeno. Estas condiciones hicieron imposible la supervivencia”. Confiemos en que no hayan imposibilitado también el rescate de los cuerpos. Los deudos reclaman los cadáveres para velarlos en sus domicilios, para sepultarlos en las tumbas que, con realismo, desde hace una semana fueron abiertas en el cementerio municipal.

Alertan desde ahora, algunos de ellos al menos, contra una salida simplona e indignante, que suele practicarse en episodios trágicos en que se dificulta la identificación de los cadáveres, que consiste en entregar para los funerales ataúdes cerrados, que no necesariamente contienen los restos que se afirma. Así se hizo con víctimas del accidente en que perdieron la vida el secretario de Seguridad Pública Ramón Martín Huerta. La gente en San Juan de Sabinas no quiere que a su dolor y al primer engaño se agregue uno más. Debe habilitarse desde ahora un mecanismo, veloz, cercano y confiable, para identificar por medio del ADN los restos que se hallen, en el probable caso de que no sea posible reconocer a simple vista a quienes murieron.

La búsqueda de los cadáveres deberá hacerse con cuidado y respeto, a efecto de no agregar daño al que ya sufrieron los trabajadores. Fue un gesto plausible de la empresa dar a conocer nombre a nombre la identidad de cada uno de los mineros muertos. Con ese mínimo reconocimiento a su condición de personas palió en algo la sensación de insensibilidad, de distancia e indiferencia que dejó la conducta de sus directores, acostumbrados a ver en las personas activos o pasivos, según el caso, capital humano sujeto a las reglas contables de valuación y depreciación.

Al mismo tiempo, la remoción de los escombros debe hacerse de tal modo que no se eliminen elementos para la investigación del origen y naturaleza del suceso. Se trata con esa indagación no sólo de establecer responsabilidades, sino de aprender la elección, de impedir que este sacrificio colectivo sea estéril. Esa propia mina, quizá, si se reanuda su operación, y muchas otras en la región deben contar con un conocimiento fiable de lo acontecido, para evitar que el episodio se reproduzca, en cualquier escala (pues ahora nos hemos dejado arrastrar por la magnitud numérica del caso, en una falaz correspondencia entre el número de víctimas y la atención pública al hecho, que haga pasar inadvertida la muerte en casos similares pero de dimensión menor).

Será pertinente que las investigaciones vayan más allá de las vertientes penal y administrativa, que deben practicarse pero no como si se tratara de un asunto de rutina. La Secretaría del Trabajo es autoridad involucrada y por lo tanto no debe cumplir a solas su responsabilidad de indagación. Ha de constituirse un grupo de trabajo con expertos en minería, en derecho laboral, en transparencia, en derechos humanos que otorgue confianza a sus resultados. Servirá de punto de partida para esa investigación el documento elaborado por inspectores en la visita realizada a la mina el siete de febrero, y reseñado por el semanario Proceso en su número 1530. Ya es significativo que la inspección se realizara un año después de que la comisión bilateral de seguridad e higiene empezó a cumplir recomendaciones dictadas en julio de 2004.

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