Hoy hace dos siglos que nació Benito Juárez y su bicentenario -festejado con menos fasto y solemnidad de los que la República francesa desplegó para recordar en 1989 el comienzo de su Revolución- sirve lo mismo para homenajes ampulosos en que contienden la simulación y la improvisación, que para efectuar la revisión crítica (igualmente con espacio para la charlatanería y el rigor) del personaje y su época. Socialmente es útil que este género de conmemoraciones favorezca la cavilación colectiva sobre nuestro pasado en general y sobre hitos sobresalientes en particular.
Cualquiera que sea el balance que hoy pueda hacerse de la figura de Juárez (aunque su examen no debe incurrir en el descomunal error del anacronismo, que consiste en juzgarlo a la luz de valores y pulsiones presentes), lo cierto es que contribuciones suyas modelan aún hoy nuestra vida de todos los días. Sus ideas y su actitud, las de un defensor de la República, nos acompañan en la actualidad, pues somos beneficiarios de su esfuerzo por construir una sociedad laica (es decir, donde se incuban y crecen las libertades) y un país soberano, que expulsó al último ocupante extranjero de tierras mexicanas e hizo pagar con sus vidas a los impulsores del atentado a la soberanía nacional.
Dos veces salvó Juárez a la República, y por ello le profesamos gratitud como los pacientes curados lo hacen con sus médicos o los dolientes con quienes les brindan consuelo. En la primera de ellas se irguió contra el conservadurismo alzado en armas y bendecido por la Iglesia defensora de sus privilegios, sobrevivientes después de medio siglo de convulsiones. En la segunda derrotó al poderoso Ejército con que el segundo imperio francés construía su presencia en ultramar, un empeño que donde se asentó sólo pudo ser eliminado una centuria más tarde.
La primera restauración de la República debida a Juárez comenzó el 19 de enero de 1858, en Guanajuato. Allí el flamante presidente declaró con más convicción que posibilidades: “El Gobierno constitucional de la República, cuya marcha fue interrumpida por la defección del que fue depositario del poder supremo, quedó restablecido”. Al triunfar la revolución de Ayutla, la formidable generación de liberales de que era parte supo llegado el momento de reconstituir a la nación. Era pertinente, y posible, pasar del inmediatismo de hacer presidente a un caudillo a establecer la fuerza de la Ley, y para ello se convocó a un Congreso constituyente, del que emergió la Carta Magna consagrada por primera vez a estipular libertades.
De esa constitución brotó a su vez un gobierno legítimo, no surgido del azar bélico (aunque a la victoria de las armas se debía su vigencia en último término) sino de la voluntad política de dirigentes que pretendieron el imperio de la ley por sobre la fuerza de las armas. Previamente a la Constitución se habían dictado leyes destinadas s desmontar el poder eclesiástico (no a combatir la fe de la gente) y tanto esas normas como la Constitución misma fueron cuestionadas al grito de “!religión y fueros!”, lanzado con tanta vehemencia (la contundencia de los hechos de armas) que el primer presidente elegido conforme a la carta de 1857, Comonfort, un espíritu vacilante y frágil consideró primero imposible gobernar con esa Constitución y luego tardía e inútilmente buscó apoyarla para que rigiera. Juárez, vicepresidente en tanto que cabeza de la Suprema Corte de Justicia, no dudó un instante y llevando a cuestas el poder ejecutivo lo asumió, lo preservó y lo convirtió en garantía de la sobrevivencia de la República.
Cuando el Gobierno pudo volver a su sede en la Ciudad de México, en enero de 1861, se había consumado la derrota militar del conservadurismo y la Constitución regía de nuevo, engrosada por las leyes que el Gobierno republicano expidió en Veracruz, para consolidar la libertad, separar la Iglesia del Estado y establecer la tolerancia, signos de la sociedad en que hoy queremos vivir.
Apenas tuvo un respiro la República. Todavía varios de sus más esforzados defensores sucumbieron en la batalla por sus ideas, pero el conservadurismo armado no volvería a levantar cabeza. No por sí mismo, al menos. Quiso rehacerse aprovechando la coyuntura internacional (el factor externo había sido una presencia constante y amenazante en la vida mexicana en las cinco décadas anteriores) y demandó la intervención extranjera, a fin de que un príncipe europeo pusiera con la sola autoridad de su sangre fin a la inveterada reyerta nacional.
Allí estaba Juárez para oponerse a esa quiebra del espíritu conservador, descreído del potencial de los mexicanos de gobernarse a sí mismos. Tras un etapa de proconsulado francés, Maximiliano de Hapsburgo aceptó la corona que se le ofreció y en viaje a México pretendió amistarse con Juárez, al que llamó a una conferencia de paz, con garantías para su vida. De nuevo con más convicciones que fuerza, Juárez se niega a la torpe convocatoria y se niega a ser un traidor “guiado por una torpe ambición de mando y un vil deseo de satisfacer sus propias ambiciones y aun sus mismos vicios”.
Se niega a serlo porque el Presidente de la república “salió de las masas del pueblo y sucumbirá -si en los juicios de la Providencia está destinado a sucumbir-cumpliendo con su juramento, correspondiendo a las esperanzas de la nación que preside y satisfaciendo las inspiraciones de su conciencia”. Quiso la Providencia que el destino del falso emperador, y no el de Juárez, fuera sucumbir.