Hasta de herejía podría resultar responsable el obispo Florencio Olvera Ochoa, ocupante del trono episcopal que honró don Sergio Méndez Arceo en la diócesis de Cuernavaca, por la concepción y difusión de una lista de diez pecados electorales.
Seguramente argüirá que llamar pecados a las conductas indeseables que describe es sólo un modo de hablar, una metáfora. Pero es difícil que los fieles entiendan que es sólo una figura retórica, una comparación, cuando quien la dice es un hombre de Gobierno eclesiástico, capaz de sancionar las infracciones en que se resumen los comportamientos pecaminosos.
Su noción misma de pecado es discutible, rayana en el integrismo y tan amplia que cualquier modo de conducirse podría hacerse caber en esa definición: “Pecado es lo que va contra el amor a Dios, a uno mismo, a los demás, a la patria”. Esta última palabra, propia del civismo y no de la religión, referida al pecado implica una confusión entre los ámbitos temporal y divino que de ser practicada conduciría a una teocracia: si pecado es lo que va contra la patria y sólo a través de la fe los pecadores pueden ser redimidos, la conciencia de todos, creyentes y no creyentes quedaría sujeta a una autoridad parcial, no elegida.
Por otro lado, no cualquiera, ni siquiera un obispo, puede legislar en materia de pecados. Una institución tan fuertemente centralista como la Iglesia Católica no se da el lujo de permitir que cada Iglesia particular disponga qué es pecado en cada lugar, en cada tiempo, en cada circunstancia. De modo que, aun si fuera sustantivamente acertado el contenido del decálogo de pecados electorales, la fuente misma de la regulación queda en entredicho, pues esos pecados no forman parte de la doctrina moral de la Iglesia, que ha establecido claramente el pecado, conforme al Evangelio, como una ofensa al amor de Dios y ha fijado, a efectos de la conducta humana, uno a uno los pecados capitales y con menos precisión los veniales.
Casi en todos los pecados que enlistó el obispo Olvera Ochoa puede hallarse una visión sesgada que puede resultar a la postre una ingerencia en la política partidaria. Eso, aunque no lo enumere en su decálogo, podría ser a la vez un pecado electoral.
El primero de esos pecados, situado en el contexto presente, puede resultar una invocación a favor del doctor Simi, Víctor González Torres, que está aplicando parte de la colosal fortuna que derrocha en su oneroso juego electoral en presentarse como un candidato no registrado con posibilidad de que los votos que contengan su nombre se sumen y declaren y, en consecuencia, capaz de ganar la Presidencia en el imposible caso de que las papeletas con esa característica sumaran en las urnas más que las marcadas a favor del que, entre los candidatos registrados, obtenga la mayoría.
En el primer lugar de la lista de pecados dice el obispo Olvera Ochoa que el abstencionismo lo es y para evitarlo debe votarse, “si no encuentro al candidato puro... por el menos malo o por algún candidato no registrado”, lo que se contradice con la definición del segundo pecado: “votar sin conocer el partido o el candidato como persona capaz y honesta”. Si el menos malo o el no registrado no son honestos y capaces, ¿cómo es entonces lícito sufragar en su favor?
El tercer pecado es superfluo en relación con la legislación electoral, que tipifica como delitos algunas de las conductas aquí descritas, tales como comprar y vender votos, robarlos, coaccionar para conseguirlos; también incluye el voto corporativo, al que combate con una afirmación nítida e indiscutible: “todo líder tiene únicamente un voto, el personal”.
Dicho eso, no tiene empacho en entrar en definiciones programáticas, en que induce el voto según los programas de los partidos y los candidatos, ya que es pecado “votar a favor de las propuestas que apoyen el aborto, la eutanasia...la destrucción y manipulación del embrión humano”, o por “proyectos en contra de la familia monogámica e indisoluble, por proyectos que promueven caricaturas grotescas de familia integrada por personas del mismo sexo...”.
Cuando ya hasta un alcalde gallego del Partido Popular ha unido en matrimonio a dos varones homosexuales que militan en el mismo partido, aparece como demasiado extremoso considerar que es pecado no la práctica de esas conductas sino votar por un partido que las favorezca, algo que por lo demás ningún programa político en México hace, como tampoco hay ninguno que “apoye el aborto”. Nadie apoya el aborto, que es un acontecimiento trágico, dañino y con frecuencia cruento. Lo que algunas corrientes sociales y políticas proponen es despenalizar su práctica en ciertas condiciones, para que a la mujer situada en el trance de perder el fruto de su vientre no se la agreda adicionalmente con una sanción corporal.
Es también inconsecuente condenar a quienes voten por “proyectos de economía salvaje que atacan a la persona humana y el bien común, que dañen la justicia social, la solidaridad y su subsidiaridad, perjudicando sobre todo a los más pobres”, pues ningún partido o candidato presenta un proyecto con esos objetivos. De haberlo, votar por quien se proclamara de ese modo sería no un pecado sino una insensatez.
El decálogo, que considera pecamino no saber ganar y no saber perder, termina haciendo suya la queja foxista, que ha sido al mismo tiempo su coartada: es pecado “no colaborar con la autoridad legítima para lograr acuerdos comunes y prepararme para la próxima campaña”.