Creo que ya habíamos tocado antes el tema; pero un suceso reciente nos pone en ánimos de volver a darle malacanchoncha a una idea que, de tan sensata, es ignorada cotidianamente. Y ésta es: que antes de nombrar a algo o alguien, hay que pensar detenidamente lo que se está haciendo. Y es que el atarantamiento, el seguir modas o andar de lambiscón a la hora de bautizar, pueden tener repercusiones muy graves y duraderas.
Así, quienes le ponen a sus hijos(as) nombre de héroes o heroínas de telenovela suelen caer en cuenta (demasiado tarde) que sus críos van a tener como quince tocayos en el kínder (gracias a otras tantas mamás poco imaginativas); y que de ellos se van a burlar por cursis durante toda su vida adulta.
Como suele ocurrir que hay que andarle cambiando los nombres a calles y ciudades enteras para borrar decisiones precipitadas o evidentes actos de adulación que con el paso del tiempo, el crecimiento del buen gusto y el cambio de regímenes, dejaron de ser políticamente correctos.
Así, la ciudad canadiense de Regina, capital de la ventosa provincia de Saskatchewan (dicen que cuando deja de soplar el viento, ¡las vacas se caen!) se llamó, originalmente, Pile of Bones (Montón de huesos). Como estaba re-feo que los niños se aprendieran las capitales incluyendo una con nombre tan fúnebre, se procedió a darle vuelo a la hilacha a ese tan canadiense deporte que es la adoración de la Gorda Victoria, y el nombre se cambió a Regina (Reina). Que, estarán de acuerdo conmigo, suena mejor. Eso sí, a unos 75 kilómetros de esa ciudad se halla otra con el ameno apelativo de Moose Jaw (Quijada de Alce). Hasta donde sé, nadie ha querido cambiar ése. Y qué bueno.
Acá en México y por razones muy entendibles en nuestro contexto, Ciudad Porfirio Díaz pasó a llamarse Piedras Negras, Cajeme resultó Ciudad Obregón, el Estadio José López Portillo fue a denominarse Neza ‘86, y la avenida Tegucigalpa del oriente de Torreón pasó a ser Manuel Gómez Morín en cuanto el PAN ganó la alcaldía (lo que los vecinos del rumbo agradecemos encarecidamente); son algunos de muchos ejemplos de cómo sobran los bautizos que resultan provisionales por fuerza de la política. Eso sí, pese al descrédito universal del patilludo ex presidente, en Torreón sigue existiendo la colonia Carmen Romano de López Portillo, en homenaje a la primera dama más frívola y nefasta de la historia reciente. Sí, para los que no se acuerdan: era peor que Martita. Eso sí, hablaba menos, lo que sea de cada quién.
Esta proclividad a andar cambiando nombres de lugares públicos ocurre en todas partes. Y en algunos sitios se lo toman muy a pecho, aunque sea a destiempo.
Así, la ciudad y puerto de Liverpool este año se dio a la tarea de limpiar la nomenclatura del área urbana de nombres que, si bien en su momento tuvieron sentido, ahora daban pena (propia y ajena). Y es que Liverpool siguió la costumbre de tantas otras poblaciones de ponerle a calles, avenidas y plazas el nombre de distinguidos ciudadanos de la época en que se construyeron esos elementos del paisaje urbano. El problema es que “distinguidos” no necesariamente tiene una connotación positiva. Digo, hay de distinciones a distinciones. Omar Bravo, por ejemplo, se distinguió por tirar el penalti más baboso del Mundial de Alemania 2006.
Para acabar pronto: muchas rúas y vías públicas trazadas en Liverpool durante la segunda mitad del Siglo XVIII recibieron el nombre de los hombres más poderosos y adinerados de esos entonces. El problema es que la mayor parte de la plata de Liverpool en esos años procedía del tráfico de esclavos. Sí, los ricachones y pilares de la sociedad liverpulense eran dueños de barcos dedicados a ese nefasto negocio. Y ese puerto inglés vivía de la esclavitud tanto como Charleston, La Habana o Nueva Orleans. Lo cuál no deja de ser una muy buena lección de historia. Cuando se piensa en la esclavitud de negros africanos en América (lo aclaro porque los aztecas tenían esclavos de otras naciones indias, por ejemplo) uno rara vez se imagina a los empelucados señorones ingleses que eran los inversionistas (y ganones) principales; sino a quienes hacían el trabajo sucio, que solían ser negreros portugueses y cazadores de esclavos… árabes. ¿A poco creían que los europeos se metían más de dos kilómetros tierra adentro, en territorios hostiles y desconocidos? Eso se lo dejaban a los musulmanes, que no tenían empacho en capturar y vender a los negros no creyentes en el Islam.
En todo caso, Liverpool decidió limpiar su imagen y perspectiva histórica eliminando de la nomenclatura de sus vías públicas los nombres de connotados señores que lograron su fama, fortuna y letrero-verde-muy-mono mediante el tráfico de esclavos.
Y resultó que uno de ellos era un tal James Penny, quien le dio su apellido a un sendero de las afueras de Liverpool. Y de acuerdo a lo políticamente correcto, había que cambiarle el nombre a esa rúa.
Pero antes de que ello ocurriera medio mundo (y es literal lo de “medio-mundo”) puso el grito en el cielo. Y es que la única calle de Liverpool conocida en todo el planeta es, precisamente, Penny Lane, gracias a la preciosa canción de los Beatles de 1967, compuesta por Paul McCartney, que describe el ambiente relajado y festivo de una callecita de vecindario. ¿Cómo decirle a las hordas de turistas, que quieren retratarse a un lado del letrero de la calle, que ésta ahora se llamaba Tomato Lane o algún nombre inane por el estilo?
Muy sabiamente, el ayuntamiento de Liverpool hizo de tripas corazón y anunció que, por razones obvias, sentimentales y musicales, el nombre de esa calle se mantendría inalterado. Lo cual nos produce una gran satisfacción a los fans de los Fab Four. ¿A quién pitos le importa que haya habido un traficante llamado Penny, si Penny Lane ha estado “en mis oídos y en mis ojos/ debajo del suburbano cielo azul” desde hace casi 40 años?
Claro que no se puede saber qué opinarán en el futuro de los nombres que uno ponga en el presente. Pero queda la lección de que un poco de prudencia en estos menesteres nunca está de más: al ponerlos… y al tratar de cambiarlos.
Consejo no pedido para que no le digan Herculano: lea “Travesuras de la niña mala”, la última novela de Mario Vargas Llosa; y vea (si no la han quitado ya) la película “La Prueba” (Proof, 2005) con Anthony Hopkins y Gwyneth Paltrow, interesante cinta sobre locura, matemáticas y relaciones familiares… todo en el mismo paquete. Provecho.
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