De la ciudad latinoamericana del siglo XXI
Tal vez sea más práctico un epitafio que una profecía, tal vez sea más teórico un exorcismo que un cementerio de proyectos urbanos. ¿Qué vaticinios se sostienen ante esa incógnita desmedida, la ciudad latinoamericana del siglo XXI, con su mezcla de alta tecnología y miseria, de globalización y explosión demográfica pese a todo, de americanización y costumbres todavía monolingües, por así decirlo? Por lo menos, ya no hay incertidumbre respecto a las urbes latinoamericanas de fines del siglo XX. Casi por doquier, el mismo paisaje interminable de las franquicias, de MacDonalds a Blockbuster a Domino?s Pizza; el infinito de las barriadas populares (chabolas, pueblos jóvenes, ranchos, colonias populares, ciudades perdidas, favelas) donde la lucha por la vida es una variable dependiente de los índices de empleo; el despilfarro y la ostentación de los edificios postmodernos que reúnen la magia de lo hecho en serio y la fantasía de huir de la ciudad donde se vive rumbo a la ciudad idéntica en donde se desea vivir; los embotellamientos donde el automovilista y los pasajeros de los autobuses se sumergen en el verdadero ritmo del vértigo urbano, la lentitud... En materia de macrociudades, un método de negociación con la pesadilla es asilarse la repetición. "A la ciudad que fueras haz como si la desconocieras".
¿Qué es diferente en las novedades de Bogotá, Caracas, Lima, Buenos Aires, Montevideo, Ciudad de México, Quito, La Paz, Ciudad de Guatemala, San José, San Juan, Asunción, San Salvador, Tegucigalpa, Managua? La Habana sí es distinta, entre otras cosas por la monstruosidad del bloqueo, pero las demás capitales tienden a ser iguales por lo menos en la zona del consumo preferencial.
¿De dónde voy a sacar tiempo para hallar un espacio?
Por sobre todas las cosas, las megalópolis latinoamericanas del siglo XXI proclaman la victoria del espacio sobre el tiempo. Tiempo habrá siempre, espacio ya no. Mientras las urbes se extienden hasta alcanzar la ciudad más próxima y la siguiente, los habitantes se confinan en departamentos y casas pequeñas; los millonarios y los multimillonarios comparten el espacio amplísimo de las fortalezas que fueron residencias con sus medidas de seguridad y sus guardaespaldas y su filosofía última: la soledad perfecta de un triunfador exige en el cuarto de al lado a veinte personas convenientemente armadas. En las ciudades latinoamericanas del siglo XX se viajó de la convivencia familiar al autismo televisivo, del sol implacable de los llanos al recuerdo vago de los cielos azules y las regiones transparentes, de la familia tribal a la familia nuclear, de la numerosa descendencia a la parejita de niño y niña o al hijo único, de la intolerancia a la tolerancia iniciada como resignación, del patio de vecindad como ágora al encuentro apresurado en el condominio, del culto a la honra a la estrategia del adulterio como remodelación del matrimonio, del aprecio de lo moderno a lo tradicional que ya es lo decorativo, de la gana de provocar la envidia al miedo de incitar la codicia de los extraños.
Al hablar de espacio me refiero casi naturalmente al espacio físico y no al espacio social, asunto muy diverso. En el espacio social contienden varias tendencias: la transformación de lo público en lo privado, la pérdida del Centro de la Ciudad y la rehabilitación tecnológica del Centro, la geografía de la exclusión y la geografía de la inclusión pese a todo, la globalización y la exaltación del localismo, la creación cuidadosa de la Utópolis de los muy ricos ("No nos va a pasar nada mientras no salgamos solos") y la densidad de Exópolis, ese don migratorio que localiza vastas extensiones de terrenos vacíos y al cabo de veinte años los exhibe como ciudades medianas o grandes. (A la Exópolis también podría definirla un hecho cada vez más frecuente: las ciudades se fugan de casi todas sus tradiciones entrañables). En el espacio social las personas se enfrentan al sistema de aceptaciones y rechazos que forma su idea de ciudadanía. "Si hasta aquí puedo entrar, hasta aquí valgo".
"Tengo un vecino tan parecido a mí que si no intercambiamos esposas es porque él es viudo". Si un fenómeno marca en América Latina las postrimerías del siglo XX y los inicios del siglo XXI es la aparición del sentimiento urbano tumultuoso, desenfadado, impúdico (según las normas tradicionales), extrovertido que, digamos, los talk shows divulgan. Al oír las venturas y desventuras de sus participantes, uno se instala de inmediato en el mundo intercambiable donde los vecinos van y vienen y si se quedan es por su culpa. En este ámbito el nomadismo es la búsqueda domiciliaria del arraigo, y lo temible no es el qué dirán sino el porqué no dicen algo. Todo congestionado y a punto del estallido de cuerpos: el vagón de Metro, el autobús, el tráfico, el departamento que incorpora a la familia del hermano recién llegado del pueblo, el empleo informal. De estas ciudades del deterioro se desprende el ánimo que divulga lo antes silenciado y oculto, lo que provoca la alarma del temperamento conservador. Entre abusos de los conductores de los programas, ahítos de morbo, los talk shows delatan la tendencia incontenible de la ciudad que es un bosquejo de la arquitectura de aluvión: vivimos a tal punto dentro de la multitud que si se confiesa la intimidad en voz alta se enriquece la identidad colectiva.
Este fin-de-la-intimidad es el nuevo sentimiento urbano y es el sentimentalismo que generan las ciudades latinoamericanas. ¿Quién quiere guardar secretos si ya sabe que a nadie le importan? He aquí lo fundamental: si la vida privada ya no interesa, los secretos no financieros o delincuenciales, e incluso ellos en ocasiones, sólo cobran sentido cuando se proclaman en el ágora de ágoras, el estudio televisivo. Y los reality shows, cuya cumbre es Big Brother, ponen a prueba lo ya inocultable: la convivencia en las grandes urbes es el equivalente de la prisión que se soporta en espera de las cámaras de televisión. El close-up televisivo es la biografía del alma. ¿O alguien cree todavía en las personalidades en blanco y negro?
En este debut del milenio se evidencian numerosos cambios, así por ejemplo, el Internet es el Baron Haussman, el constructor de las grandes avenidas de la era electrónica, el creador de los inesperados bulevares del conocimiento, la comunicación y el ligue. Los rasgos de la vida cotidiana en los Estados-nación, la familia como el caparazón, las instituciones como fraguas psíquicas, la vida social como la gloria de la intimidad, los "tacones cercanos" que han cimentado la noción de lo urbano, se ven reemplazados por las computadoras, el DVD, el IPod, las tarjetas de crédito, los faxes, el E-mail, el bipper, el celular que es la muerte del soliloquio, el horizonte digital en suma. Se borran las geografías precisas y al centro antiguo de las ciudades, el lugar sin límites de la literatura y el cine, cada vez asisten menos los jóvenes en horario diurno. Si los adolescentes y los jóvenes suelen sentirse que viven dentro de un video-clip de MTV, los adultos buscan reagruparse en un comercial televisivo. El sentido de la realidad cambia de manos y lo fragmentario es la experiencia básica de la unidad ciudad.
Escritor