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Provocadora profesional

Por Javier Garza Ramos

Ayer murió Oriana Fallaci.

La noticia puede pasar desapercibida, de hecho así pasará. Para mí fue una punzada similar a la que siento cuando muere un escritor que admiro o un actor que me gusta. En esto del periodismo, fui educado por una generación de periodistas que consideraba a Oriana Fallaci una diosa y a sus “Entrevistas con la Historia” una biblia del género, y que nos machacaban sus textos una y otra vez. Pero una sola vez bastaba para saber que, en efecto, era fuera de serie.

Ayer murió Oriana Fallaci. Tenía 76 años. Parecía que había vivido muchos más.

Muchos la admiramos porque “la Fallaci” (así se le llamaba, como a una diva) fue durante décadas el símbolo del periodismo comprometido. Una provocadora profesional que no dudaba en tomar partido, pero cuando lo hacía, lo hacía con arrojo, sin matices y sin importarle nada.

Reportera de guerra, entrevistadora sin par. En un momento, llegó a ser conocida como la periodista a la que nadie podía decirle que no. Y nadie se lo dijo. Habló con todas las figuras relevantes en el mundo en las décadas de los 60 y 70 y, como nadie, fue capaz de explorar los rincones más íntimos, los pensamientos más personales de líderes como el Ayatola Jomeini, Yasser Arafat, Indira Ghandi, Henry Kissinger.

Era uno de esos personajes que te provocan y te prenden, pero que te gusta que lo hagan porque te ponen a pensar.

Si la Fallaci no daba cuartel era porque decía cosas que muchos piensan pero que no quieren decir. También sabía que su tiempo se lo estaba acabando el cáncer que desde hace años padecía.

Semanas después de los ataques del 11 de septiembre, cuando el mundo comenzó a pensar seriamente la radicalización del Islam, Fallaci publicó el libro “La rabia y el orgullo”, una diatriba contra los gobiernos europeos, porque los consideraba demasiado tolerantes con los musulmanes, a quienes consideraba “invasores” del continente, porque la tasa de natalidad de los inmigrantes musulmanes en Europa es mucho mayor que la de los europeos. Europa, escribió, se estaba volviendo “Eurabia”. Pero Fallaci, pensaron muchos (me incluyo), se estaba volviendo loca.

Siguió con “La fuerza de la razón”, en donde escribió que “creer la ilusión de que hay Islam bueno e Islam malo es no entender que el Islam es uno solo, contra la razón”.

Políticamente incorrecto a más no poder, el argumento le ganó detractores en todos lados y fue acusada en su natal Italia por violar leyes contra la difamación religiosa. Ella respondió acusando al gobierno italiano de cobarde por permitir la construcción de mezquitas en el país, pero no exigir a países musulmanes que permitieran la construcción de iglesias cristianas.

Es cierto que uno es juzgado por lo último que hace: ayer, todos los obituarios de la Fallaci juntaron su nombre con el calificativo “ultraconservadora”.

Intolerante, sí. Con prejuicios, también. Demasiado pasional y poco razonable, sin duda. Pero no había que estar de acuerdo con la Fallaci para respetar la valentía de decir lo que pocos querían decir, en un momento en que Occidente sentía una rabia ardiente contra el Islam, sobre todo cuando ella era una de las pocas personas que desde los 70 venía advirtiendo sobre la radicalización musulmana.

Esa pasión nos sirvió, incluso en México. Fallaci visitó el país en 1968 para cubrir las Olimpiadas, pero no lo pudo hacer. Le tocó estar en la Plaza de Tlatelolco el 2 de octubre, en donde fue baleada y golpeada por soldados, encerrada en un departamento con otros estudiantes heridos, donde fue dada por muerta.

Terminó en el hospital y desde ahí se dedicó a criticar al gobierno mexicano en medios europeos. En un momento en que el gobierno trató de encubrir lo sucedido en Tlatelolco, la voz de la Fallaci fue una de las pocas que mantuvieron el tema vivo fuera de México.

De ahí salió uno de sus libros más personales, “Nada, y que así sea”.

“En la guerra, a veces tienes oportunidades, pero aquí no tuvimos ninguna”, escribió sobre Tlatelolco. “La pared contra la que nos pusieron era un muro de ejecuciones. Si te movías, la policía te ejecutaría, si no te movías los soldados de matarían y durante muchas noches después habría de tener esta pesadilla”.

Pasional como era, nunca se le olvidó la experiencia, que le dejó un disgusto general contra México. 38 años después, le dijo a la revista New Yorker: “No me gustan los mexicanos. Si me preguntan quién es peor, los mexicanos o los musulmanes, tengo un momento de duda”.

Ese reportaje fue titulado, apropiadamente, “La Agitadora”.

Ayer murió Oriana Fallaci, provocadora profesional. Tenía 76 años. Emilia era su nombre de guerra, cuando a los 14 años trabajaba como correo en la resistencia anti-fascista italiana en la Segunda Guerra Mundial e inició una larga carrera como testigo del mundo y pensadora de sus problemas.

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