Uno de los saldos más evidentes del Siglo XX (y todo lo que éste significó) es la manera en que ciertos rituales se masificaron; y, contradictoriamente, de qué manera tan expresa perdieron su significado. Me explico:
Los actos rituales, los ritos, han sido parte fundamental de la Humanidad desde que ésta decidió abandonar la APPO y sublimar su espíritu. Uno de los más notables descubrimientos arqueológicos que conozco, es el de un enterramiento funerario, realizado en lo que hoy es Irak por un grupo de Homo Habilis (especie previa al Homo Sapiens) hace más de un millón de años. O sea que antes incluso de ser propiamente humanos, ya andábamos haciendo ceremonias preparatorias del Más Allá, cafetéandonos al difunto y desparramando ponzoña sobre sus notorios defectos en pleno sepelio. De alguna manera, siempre hemos andado inventando procesos y actos simbólicos que dotan de trascendencia ciertos momentos importantes del ciclo humano (nacimientos, bodas, pubertad) y naturales (primavera, deshielo, lanzamiento de la colección Otoño-Invierno).
Claro que cada cultura, e incluso cada región, tiene sus propios rituales muy particulares. Por estas fechas, por ejemplo, los suecos realizan una festividad en que las doncellas se ponen coronas con velas prendidas para pitorrearse de la reinante oscuridad; y proceden luego a perder la virginidad. Nunca me ha quedado claro qué tiene que ver una cosa con la otra. Pero en fin, es una de las formas de certificar que el invierno ha comenzado.
Como en otros lugares se hace el gran escándalo para recibir la primavera y de maneras menos agresivas y trascendentales que bajándole para siempre la autoestima a los chiquillos disfrazándolos de abejita o mariposita. Rituales para celebrar el fin del invierno hay docenas distintos por todo el mundo.
La cuestión es que esos rituales, hasta hace un siglo, eran espontáneos y dependientes del espíritu y prosapia de cada cultura, comunidad o familia. De hecho, había no pocos que sólo eran practicados por un pueblito o un grupo de consanguíneos. Y a nadie le parecía mal.
Pero llegó la masificación de casi todo, debido a la industrialización, los medios masivos de comunicación y ese invento de Belcebú llamado mercadotecnia. Y resultó que, de buenas a primeras, todos los que estaban al alcance de un radio o televisor teníamos que celebrar el mismo rito? so pena de ser vistos como antisociales, misóginos, huraños o de plano descastados. Todo ello trajo insólitos resultados.
En Estados Unidos, por ejemplo, el Día de Acción de Gracias (último jueves de noviembre), que siempre había sido una pequeña cuestión familiar, se convirtió en una auténtica prueba de resistencia colectiva. Antes de la Segunda Guerra Mundial, se juntaban los familiares que pudieran; y los que no, pues no. Pero ahora, con las (relativas) facilidades en el transporte, resulta imperdonable que el tío George no viaje tres mil millas desde Seattle a Miami para comer un pavo plastificado y requemado por la tía Esther, que en su vida supo cocinar ni un huevo cocido. De pronto, lo que era una circunstancia gozosa se convirtió en manda, con los consiguientes resultados: una docena de individuos viéndose hostilmente en torno a una mesa, odiándose por las pruebas que hubieron de pasar para estar ahí, y esperando que la tía Esther sea la primera fulminada por la salmonelosis del guajolote mal cocinado.
(Por cierto: esta temporada la NFL aumentó de dos a tres los partidos de futbol americano programados en esa fecha. No faltaron los cínicos que aprobaron entusiastamente la medida: así los varones tendrían más y mejores pretextos para no hablar con sus detestados familiares).
Con la Navidad ha pasado más o menos lo mismo. De ser una sencilla ceremonia familiar, se ha convertido en un frenesí de fiestas, compras, intercambios y gastadera tales, que uno añora los viejos días de diciembre en que se podía caminar por las aceras y no se oía un maldito villancico distinto cada quince metros. La Navidad pasó de celebración a calvario, de rito familiar a aquelarre multitudinario y aturdidor. Su sentido y significado originales parecen haberse perdido entre tanta lucecita que prende-y-apaga.
En ese orden de ideas, quizá el ritual más demeritado ha sido el de las posadas. De ser ingenuos y dulces recordatorios de los problemas de la Sagrada Familia (y de las consecuencias de no hacer reservaciones por adelantado), destinados a la instrucción y regocijo de los infantes, han pasado a ser auténticas bacanales en donde los adultos se deschongan, beben como cosacos, intentan con lujuria conejil ligarse a como dé lugar a la piernudota de la oficina del siguiente piso y no se acuerdan de los Santos Peregrinos pero ni de fául. Uno puede acudir a veinte ?posadas? en estos días y no ver un tejocote ni aunque la salvación de su alma dependa de ello. Lo más cercano a una tradición cristiana que puede encontrarse en esos festejos es toparse con Godínez, dormidito en un sofá como Niño Dios, ahogado de borracho, mientras Melgarejo y Boturini lo alivianan en sus papeles de la mula y el buey. Lo que hoy se dan en llamar ?posadas? son un insulto a una de las más tiernas, llegadoras y originales tradiciones que ha creado México.
Por supuesto, todo se confabula (?¡Es un compló del neoliberalismo!?, grita ya-saben-quién) para que uno se atarante y caiga en la mecánica de ese mare mágnum. Que ya alcanzó cotas tales, que si uno se niega a participar en el enésimo intercambio (con el que nadie queda conforme), es visto como misántropo, amargado, polko y kukluxklano (JLP dixit). Así que lo más sencillo y mejor para el hígado es dejarse llevar por la corriente.
(Perdón: retiro lo del hígado, que para enero suele quedar listo para paté).
¿Qué hacer? Quizá lo más conveniente sería que cuando la familia se reúna por la noche, tratar de hacer las cosas como las hacíamos de niños; o al menos como recordamos que las hacíamos y éramos dichosos: con ponche en lugar de vodka, con canciones a capela en vez de CD? s, contándoles a los niños la luminosa historia de la Natividad en vez de permitir que se idioticen con el X-Box, dejando para el último y como sorpresa un regalo sencillo, pero que nos haga sentir bien.
La vida entonces no era complicada; y no la hicimos complicada. Nos la hicieron. Como que de nosotros depende que Nochebuena vuelva a tener el sentido original: la alegría familiar, compartida, de que tenemos Redención. Y que todos y entre todos podemos alcanzarla. Y que para ello no necesitamos ni pachangas ni regalos ni docenas de imbéciles barbones carcajeándose con menos sinceridad que Fox tras contar uno de sus numerosos malos chistes.
(Por cierto: primero Zedillo, luego Fox; ¿qué está pasando con el sentido del humor en la Presidencia? ¿Será una señal de decadencia genética? ¿Habrá algún virus debilitador en la Silla del Águila? La verdad, eso me alarma mucho más que el yerno de la Profesora? bueno, más o menos).
En todo caso, de nosotros depende devolverle su significado a este día. Espero que la pasen de lo mejor, y que en su casa haya más espíritu que mercadotecnia, en sus corazones más calor que cálculo. Y que la Fuerza los acompañe.
Consejo no pedido para que no lo confundan con bacalao: Si nunca lo ha hecho, vea el clásico navideño ?Una vida maravillosa? (It´s a wonderful life, 1946) de Frank Capra, con Jimmy Stewart; y si ya la vio, hágalo de nuevo, porque sigue teniendo la misma fuerza que hace sesenta años. Y vea también ?Compañeros de viaje? (Planes, trains and automobiles, 1987) con Steve Martin y John Candy, jocosa (y enervante) sublimación del calvario que es viajar en el Día de Acción de Gracias. Provecho.
Correo:
anakin.amparan@yahoo.com.mx