Sujeto ya a investigación de la Suprema Corte, por laudable decisión de su pleno, el todavía gobernador de Puebla Mario Marín, el “Gober Precioso”, debería ejercer no el pundonor del que probablemente carece, sino el mínimo sentido de responsabilidad institucional y retirarse de su cargo, pues agravia a una entidad que el máximo Tribunal de la república indague al titular de su Poder Ejecutivo.
Así lo hicieron los gobernadores involucrados en gravísimos sucesos que ameritaron en 1946 y medio siglo más tarde, en 1996, la intervención de la Corte. En el primer caso, una matanza de oposicionistas al PRM en la plaza por eso llamada después De los Mártires, en León, Guanajuato, generó una extendida e indignada reacción nacional. El gobernador Ernesto Hidalgo, que había comenzado su cuatrienio en septiembre de 1943, sustituyó al ayuntamiento cuya elección había provocado la inconformidad pública que fue contenida con violencia asesina el primer día de 1946, pero esa y otras medidas correctivas fueron insuficientes.
El presidente Manuel Ávila Camacho pidió a la Corte que conforme al Artículo 97 constitucional investigara la grave violación a garantías individuales y atento a que además se requerían decisiones de efecto inmediato, solicitó a la Comisión permanente del Congreso (pues el Senado se hallaba en receso) que declarara que habían desaparecido los poderes en Guanajuato. Cuando la Corte aceptó realizar la pesquisa y nombró a los ministros Carlos Ángeles y Roque Estrada para que la efectuaran, el gobernador Hidalgo no esperó a la sesión parlamentaria y presentó su renuncia (si bien algunos registros muestran que cesó en sus funciones por la desaparición de poderes).
Por supuesto, el máximo Tribunal investigó los hechos, aunque el gobernador hubiera caído, y concluyó que debían ser enjuiciados dos altos jefes militares que ordenaron a su tropa disparar contra los ciudadanos tan indignados como indefensos. Es probable que dentro de la Corte se haya recibido con satisfacción el modo en que fue realizada la indagación, pues uno de los investigadores, el ministro Estrada, que además era general revolucionario, presidió dos salas y luego encabezó al pleno de la Suprema.
Igualmente la sola aceptación de la Corte para indagar la matanza de Aguas Blancas, ocurrida en junio de 1995, produjo la inmediata renuncia del gobernador Rubén Figueroa. Puesto que prevalecía el sistema autoritario centrado en torno de la figura presidencial y los gobernadores se aceptaban como dependientes del Ejecutivo federal, dotados de poder vicario, prestado, Figueroa entendió como una condena la petición de Ernesto Zedillo a la Corte, en marzo de 1996, para que investigara hechos ocurridos ocho meses atrás.
Eso no obstante, pudo presentar a los ministros un alegato instándolos a no intervenir: “la injerencia de ese máximo Tribunal -dijo en un recurso informal que no fue atendido- podría resultar contraria a su finalidad primaria, que es velar por el respeto a las garantías individuales, y se prestaría aunque no sería la intención, al juego de intereses de los partidos nacionales. Por estas consideraciones y en mérito al breve informe que se consigna en este documento, en forma muy respetuosa se les solicita rechacen la instancia presentada y resuelvan no ejercer su trascendente función investigadora”.
Ante la solicitud presidencial y el silencio de la Corte, Figueroa sólo pudo quedarse una semana en su cargo, y el 12 de marzo se marchó. Como en el caso anterior la indagación del máximo Tribunal no se detuvo, y en junio siguiente los dos ministros designados al efecto, Humberto Román Palacios y Juventino Castro y Castro rindieron al pleno un informe de cuyas razones de fondo podrán valerse los investigadores designados ayer, pues sus predecesores hallaron que “la violación grave de las garantías individuales se actualiza cuando la sociedad no se encuentra en seguridad material, social, política o jurídica”. Y en lo que podría ser también un antecedente para la indagación a punto de iniciarse, debe recordarse que los ministros concluyeron que el gobernador asumió “una actitud de engaño, maquinación y ocultamiento de la verdad... con la pretensión de hacer creer a la opinión pública” que las víctimas habían sido los atacantes.
A diferencia de los dos casos anteriores, esta vez los ministros resolvieron nombrar (así lo permite el Artículo 97 constitucional) a dos magistrados para que realicen la investigación. Esa decisión no disminuye el valor político ni el rango jurídico de la indagación, que es de la Corte aunque no sean integrantes suyos quienes la lleven a cabo. Tanto la magistrada Ema Meza Fonseca (egresada de la Universidad Nacional Autónoma de México, que actualmente preside un Tribunal de circuito), como el magistrado Óscar Vázquez Marín (de la Universidad de Guadalajara, que ahora es visitador general en el Consejo de la judicatura) han desarrollado una completa carrera en el ámbito penal, lo que presumiblemente los faculta para consumar con pericia la tarea que el pleno de la Corte les ha encargado.
El todavía gobernador de Puebla, el “Gober Precioso” como lo llamó cachazudamente Kamel Nacif, instigador del ataque contra la periodista Lydia Cacho debe hacerse cargo de que la intervención de la Corte es, en sí misma, una desautorización moral. No revela un prejuicio sino una inicial valoración de la circunstancia en que presumiblemente con aviesos propósitos violentó el derecho, él, encargado de observarlo.