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REFLEXIONES DEL ATARDECER

MANUEL MUÑOZ OLIVARES

ALGO DE... UN MINUTO DE SILENCIO

Fue hace 32 años. Acababa de regresar del país del Norte y por primera vez montaba una exposición de mis obras en el local del Casino de La Laguna. Rodolfo González Treviño era el presidente municipal de Torreón y el patrocinador del evento. Conocedor quizás y uno de los pocos amantes de las Bellas Artes que han ocupado la presidencia.

Lucas Haces Gil y su esposa Carmelita, que conocí años antes, fueron los que secundaron mi idea y me ayudaron a cristalizarla.

Un día por la mañana estaba montando la muestra en el salón azul y en los altos escuché por primera vez a Manuel de Falla y a Enrique Granados, magistralmente interpretados en el piano.

Por casi dos horas, escuché en silencio el concierto-estudio que repetía en veces hasta tres veces la misma melodía. Con mi habitual curiosidad, subí a conocer el intérprete.

En esa época era un hombre maduro, pero joven de espíritu que irradiaba felicidad en sus interpretaciones.

En un momento calló y tomó algunas anotaciones. Instintivamente notó mi presencia y con una sonrisa me invitó a acompañarlo. Por pocos minutos siguió en su tarea y me preguntó si algo se me ofrecía. Le conté el motivo de mi presencia y entonces respondió: ?¡Ah! También artista.

Poco después era el primero en admirar mis cuadros. Le complacieron y me contó de su amistad con algunos artistas de su país y los pintores de su pueblo y de los que había conocido y tratado en su largo peregrinar por el mundo. Charlamos acaso sobre los mismos escabrosos caminos del incomprendido arte de nuestra región.

Después, fueron escasas las veces que nos encontramos, pero siempre fueron amables los minutos de convivencia.

Mi ruta en la búsqueda a la comprensión de mi arte, me hizo abandonar mi región y en todos estos años solamente en dos ocasiones coincidimos. Una en la que tocamos el tema de su enclaustramiento o encierro y a la cultura en general, si se le compara con los deportes, los toros y otra clase de diversiones en las que no es necesario ser instruidos o conocedores. Entonces comparé su quijotismo en el afán de instruir y dar cultura musical a una región despreocupada y poco afecta a su calidad, tal y como años antes mi maestro, don Manuel Guillermo Lourdes, lo había intentado en la pintura.

Me contó que como una ave errante, había encontrado por fin un nido con calor de hogar permanente y que a pesar de las penurias sentía el amor y el afecto cariñoso de los que lo rodeaban y era feliz ya sin ser el trashumante viajero que su arte le había obligado ser, aunque con mucho placer y cariño había trotado por el ancho y largo mundo.

Alejandro Vilalta vino a este mundo en Barcelona y se despidió de él en Torreón, en el florido mes de mayo. Para pocos es un gran dolor su partida, para los demás una cosa desapercibida, pero cuando escuchen en un piano la música De Falla y Granados, recordarán siempre a don Alejandro y entonces será inútil su búsqueda y muy notable ausencia.

La última vez que nos vimos fue en esas calles de Torreón y un amable saludo envuelto en el agradecimiento, por haber plasmado su figura acariciando con sus manos el instrumento que fue su pasión: el piano. Y recordamos que así fue como lo conocí y lo vi por primera vez y como la han de ver por generaciones en el mural de la Presidencia Municipal. ¿Qué mejor homenaje que recordarlo siempre así? Tal y como fue su vida y que a pesar de la grandeza de su arte, de su depurada interpretación, no se creía merecedor de estar junto a los que tanto quiso.

Alguien que no merece la pena recordarlo me dijo: ?¿Cuánto te pagó el ?gachupín? porque lo pintaras en el mural??. Agrego que ese aventurero no era de Torreón.

Palabras más o palabras menos, le contesté que él tenía tanto o más derecho que los que estaban allí porque es más digno el luchar por dar cultura a una casa ajena, cuyo dueño ni sabe qué es, ni lo comprende y lo más triste, que ni siquiera se molesta en cultivarse y ve con apatía todas estas manifestaciones.

Creo que pocos soñadores de lo imposible son capaces de sacrificar una carrera de triunfos, abandonar la gloria de sus satisfacciones y enclaustrarse como un anacoreta en una sociedad que lo ve como extraño ser de otro mundo. Eso hizo don Alejandro Vilalta y si se encerró en Torreón y trató de cultivar a su gente, merece de éstos un agradecimiento envuelto en la perenne satisfacción de habernos preferido y quedarse con nosotros para la eternidad para él... un minuto de silencio.

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