Sería gravísimo que la LIX Legislatura hubiera practicado por encargo -sin saberlo la mayoría de sus integrantes- una reforma penal que, al derogar el delito de violación a las garantías individuales, tuviera beneficiarios previamente establecidos. Es decir, que se hubiera modificado el código penal federal con vistas a obtener resultados concretos específicos o a evitar complicaciones a algún indiciado.
El 14 de septiembre de 2004 el diputado José Porfirio Alarcón Hernández (priista, del cuarto distrito de Puebla con cabecera en Libres) presentó una iniciativa de reforma al Artículo 364 del código penal federal, referido a la privación ilegal de la libertad. El proyecto, enviado a comisiones ese mismo día, pareció destinado a la congeladora, como ocurre a cientos de iniciativas, de las que nadie se ocupa jamás como no sea para desecharlas. Transcurrieron 18 meses, y tres periodos de sesiones ordinarias sin que fuera dictaminado. De pronto, al comenzar este marzo, la iniciativa adquirió súbita importancia y su trámite velocidad. El dictamen admitió en parte los razonamientos del promovente y fue aprobado sin votos en contra por el pleno de San Lázaro el 16 de marzo.
La reforma incluyó la derogación de la fracción II del Artículo 364: referida a quien “de alguna manera viole, con perjuicio de otro, los derechos y garantías establecidos por la Constitución General de la República a favor de las personas”. El cinco de abril el Senado derogó ese delito, con el argumento, llegado desde San Lázaro, de que estaba afectado por “la ausencia de una adecuada técnica legislativa”. En vez de subsanar el defecto, como hubiera sido conveniente, lo que se hizo fue eliminar un riesgo para agentes de la autoridad arbitrarios, violadores de garantías individuales.
El texto apareció en el Diario Oficial el viernes 19 de mayo y entró en vigor al día siguiente de su publicación. Ni tardo ni perezoso, atentísimo lector del periódico gubernamental, el juez cuarto de distrito en materia penal con sede en Monterrey, Juan Manuel de la Fuente, acudió a su oficina en sábado y aplicó el mecanismo legal que ordena poner en libertad a los acusados de un delito que deja de serlo, sobreseyendo su causa. Lo notificó a los agraciados, Miguel Nazar Haro, Carlos Solana y Juventino Romero. Estos dos últimos, presos en el penal de Topo Chico, salieron de allí en las primeras horas del domingo, gratamente sorprendidos del súbito cambio de su suerte. La libertad de Nazar Haro fue formal, pues no está recluido en ninguna cárcel sino que vive otros procesos en su domicilio, debido a que es mayor de setenta años.
Los tres habían sido acusados por la desaparición de Jesús Piedra Ibarra en 1975. Nazar Haro actuaba, a la sazón, como subdirector federal de seguridad (bajo las órdenes de Luis de la Barreda Moreno, también acusado en este caso e igualmente beneficiario de la reforma legal cuando lo detenga la remisa Agencia Federal de Investigación). Carlos Solana era el director de la Policía Judicial de Nuevo León, y Romero era agente bajo su mando. Estaban sometidos a proceso precisamente por el delito de violación de garantías individuales, que no era “inoperante” como alegó el diputado Alarcón sino que había operado en este caso.
El promovente de la derogación, según el dictamen había calificado de errónea la fracción eliminada, “porque no describe conductas ni tipifica delitos, sino sólo proporciona referencias normativas muy generales... Es decir, la posible aplicación de esta fracción viola lo dispuesto en el artículo 14 de la Constitución...”. No lo entendió así el juez federal que aplicó esa fracción, ni los inculpados acudieron al amparo por considerar que se estuviera aplicando la Ley por analogía o por mayoría de razón, métodos prohibidos en materia penal por el mencionado texto constitucional.
La prontitud con que obtuvieron su libertad los beneficiarios acaso indica que la reforma y su publicación obedecieron a un plan que inmediatamente se convirtió en hecho consumado. Pero también podría ocurrir que un propósito diferente les haya deparado un bien inesperado; si bien, como queda dicho, la iniciativa data de septiembre de 2004, su trámite se aceleró en marzo pasado, después de que Lydia Cacho presentó en la PGR denuncia contra el gobernador Mario Marín, precisamente por violación a sus garantías individuales, entre otros delitos. De pronto el diputado Alarcón habría visto en la aprobación de su iniciativa una adecuada manera de aligerar la eventual carga penal de su jefe político y comunicó a su bancada la pertinencia de proceder en tal sentido.
Aun si no hubiera tenido destinatarios, la reforma camina en sentido contrario a la necesidad de promover los derechos humanos, y favorece la arbitrariedad. Como dijo el dictamen senatorial, aunque en su contexto el argumento pretendiera servir a lo contrario, este “delito no puede ser cometido por particulares, habida cuenta que la violación de los derechos y garantías establecidos por la Constitución General de la República, considerados como derechos del individuo que limitan en el ejercicio del poder público, solamente se podría manifestar en actos de autoridad”.
Precisamente: la derogación de ese Artículo regala impunidad a los agentes gubernamentales. Se dirá que pueden ser frenados mediante acusaciones por abuso de autoridad. Pero, como se vio en los casos postreros de su aplicación, la fracción II del 364 servía para punir conductas arbitrarias.