?Todos conocemos la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar tiempos felices. Esos tiempos que se han alejado para no volver más y de los cuales estamos más implacablemente separados que por cualquier distancia?.
He querido comenzar mi nota de hoy con esta reflexión de Junger, porque refleja muy bien el estado de mi alma en estos días en que el frenesí navideño la pone a prueba. Para quienes por los caminos del año perdimos a alguien querido, resulta difícil atravesar con un mínimo de gracia esta temporada que parece diseñada sólo para las familias felices que intercambian regalos, brindan con champaña y nos sonríen satisfechos desde la pantalla de la tele. Ante la imposibilidad de desaparecer ahora y reaparecer como las hojas de los árboles hasta la primavera, nosotros los tristes asistimos a esta temporada con el alma en otra parte. Estamos sin estar del todo, participamos como desde afuera del corazón, y sólo respondemos con entusiasmo a los terapéuticos abrazos de nuestros amigos. En cuanto a mí, procuro mantener la sonrisa y la serenidad para no aguar la fiesta a quienes con candor y sencillez, disfrutan como locos de la temporada.
Corren de fiesta en fiesta y van de un brindis al otro ganándole tiempo al tiempo para no perderse de nada. Bienaventurados sean ellos como lo somos todos alguna vez. Por ahora mi ánimo va en sentido contrario a la alegría, aunque reconozco la saludable virtud de preservar las tradiciones y mantener los rituales, por lo que una vez más he adornado el pino que sembré hace muchos años y que hoy, vestido de fiesta nos guiña con sus luces desde el jardín. En recuerdo de tiempos mejores, San José y la Virgen ocupan ya su lugar en el corazón de mi casa, y yo me propongo mantener a raya la tentación de lamerme las heridas.
Total, ante tanta pena como hay en el mundo, la mía resulta poca cosa. Además están los regalos, esos paquetes misteriosos cuyo contenido pocas veces corresponde al lujo de la envoltura, pero que traen para nosotros un mensaje de buena voluntad, una caricia, y algunos, los más pocos, quizá sólo uno, el amoroso abrazo de alguien que nos ama. Si bien es cierto que mi ánimo dista mucho de ser festivo, debo reconocer que eso de dar y recibir regalos me entusiasma.
Especialmente recibirlos, me provoca la misma ilusión que cuando tenía siete años, y hasta podría decir que no me importa el precio sino el detalle. Pero mentiría. Me da como cierto corajillo que me obsequien hornos de microondas o aspiradoras que compro yo misma cuando las necesito. Quiero regalos frívolos y personales. Cosas superfluas envueltas en grandes cajas atadas con moños suntuosos; aunque a decir verdad, tengo debilidad por los pequeños estuches de piel o terciopelo con alguna cosita dentro. Algo sencillo -conste que dije sencillo y no barato- pero comprado pensando en agradar a la chica material que llevo dentro. Me gusta también que los regalos me sorprendan cuando abro los ojos por la mañana. Nada de bajar a buscarlos bajo el árbol, los quiero al alcance de mi mano para abrirlos cuanto antes. Tal vez esta especie de ansiedad se deba a que los Santos Reyes -sospecho de uno en particular- solían dejar mis juguetes escondidos de manera que yo al despertar no veía nada, y sumida en la angustia -¿me habré portado tan mal que no me trajeron nada?- corría de un lado a otro buscando, removiéndolo todo hasta que aparecían, y por supuesto nunca eran los que yo les había pedido.
Después, con la ilusión hecha pedazos, debía poner cara de agradecimiento porque si no -el año próximo te traerán un carbón- amenazaba mamá.
adelace2@prodigy.net.mx