México vive hoy el entuerto de regímenes contrapuestos. A nivel nacional ha logrado estructurar su diversidad en un marco democrático. Distintas fuerzas políticas luchan por el poder y lo ejercen con las limitaciones que imponen los dispositivos constitucionales. El presidente se ve forzado a negociar con el Congreso; los partidos ejercen cotidianamente sus poderes y sus vetos. Pero en una dimensión subnacional subsisten y aún se consolidan regímenes que están muy lejos de practicar los hábitos más elementales de la democracia. Gobiernos arbitrarios donde la Oposición no puede ejercer sus derechos con tranquilidad, donde la prensa se mueve en un terreno peligroso y donde los excesos del poder son incontrolados. No se trata de una rareza mexicana. En realidad muchos sistemas democráticos han coexistido con autoritarismos regionales a lo largo de la historia. El territorio de Estados Unidos, por ejemplo, estuvo marcado durante muchas décadas por extensas manchas autoritarias. Jefes políticos que controlaban burocracias, sindicatos, fuerzas policiacas y aparatos electorales. El sur de ese país era bien conocido como un continente político profundamente autoritario hasta tiempos recientes. Lo mismo puede decirse de países europeos a los que hemos visto como ejemplos de pluralismo y civilidad.
No es extraño que los procesos de democratización nacional convivan, e incluso fomenten, los despotismos locales. El autoritarismo nacional suele anclarse en un férreo control de las regiones que se diluye a medida que avanza el pluralismo. Las regiones se liberan del control nacional. Mientras algunas zonas siguen el paso de la democratización nacional e incluso se le adelantan a ella, otras regiones emplean su nueva autonomía como trinchera para el imperio de déspotas locales.
Gracias a Marco Fernández descubro un estudio sobre el autoritarismo subnacional en países democráticos publicado hace un año en una prestigiada revista académica que puede arrojar luz a los problemas del México de hoy (Edward L. Gibson, ?Boundary Control. Subnational Authoritarianism in Democratic Countries,? World Politics, octubre de 2005.) El autor, un politólogo de la Universidad Northwestern y estudioso del federalismo latinoamericano toma como ejemplo de autoritarismo regional en países democráticos los casos de Oaxaca en México y de la provincia de Santiago del Estero en Argentina. En ambos países, la democratización, lejos de haber sumergido todos los espacios nacionales bajo su código, ha estimulado el arraigo de prácticas antidemocráticas en distintas comarcas locales. Puede decirse que se trata de una faceta olvidada de la llamada ?tercera ola de democratizaciones? en el mundo: democratización nacional, autoritarismos provinciales. El debilitamiento del centro alienta a los actores locales a adueñarse de su plaza sin rendir cuentas a nadie. Han dejado de ser subordinados del poder central y no encuentran restricciones en su ámbito territorial de acción. Las élites locales encuentran así condiciones estupendas para apartarse de la dinámica democratizadora.
Los privilegiados de las regiones encuentran una ventaja adicional en las nuevas democracias. El control que ejercen sobre sus provincias suele ser valiosísimo para actores nacionales que pueden beneficiarse de un posible respaldo electoral. Un partido nacional puede ser el gran aliado del caciquismo local. Los amigos del cacique en el centro ven en estos enclaves una reserva de poder que puede significarles una ventaja importante en la disputa nacional. Dicen defender la autonomía de las regiones. En realidad protegen una reserva de poder que creen ventajosa para sus intereses. Del mismo modo, puede pensarse que los poderes centrales que pudieran ser adversarios del caciquismo local prefieren encarar otros problemas que desafiar ese autoritarismo periférico. Un pacto tácito con estos subregímenes es visto como una opción sensata de gobernabilidad. Mejor entenderse con esos déspotas que arriesgarse a su enemistad. Por ello no deben entenderse estos autoritarismos regionales como una simple anécdota local. La subsistencia de los subregímenes antidemocráticos no se explica solamente por excepciones regionales sino por la existencia de respaldos nacionales de peso. Los caciques suelen ser hábiles para envolver su dominio como chantaje. Una parte de la clase política nacional los tendrá como aliados estupendos; otra parte los asumirá como una abominación desagradable, pero necesaria.
Institucionalmente la existencia de regímenes encontrados es un enredo que beneficia a los caciques. Ellos pueden jugar en su plaza sin tener que seguir esas fastidiosas molestias de la democracia. Pueden gobernar de manera arbitraria, golpear a sus oposiciones e intimidar a sus adversarios. Por algo son dueños de la plaza: pueden hacer lo que les venga en gana. Frente a ellos, los actores nacionales, si es que decidieran encararlos, encuentran pocas armas para librar la batalla. En el caso mexicano, las instituciones nacionales resultan particularmente débiles para enfrentar el autoritarismo local. Lo hemos visto durante los últimos años: los caciques encuentran en nuestro régimen constitucional un parapeto fantástico para sus tropelías e ineptitudes. El Ejecutivo federal, el Senado, incluso el Poder Judicial Federal se encuentran casi desarmados para enfrentar el despotismo que se escuda en la ?soberanía? local. Si queremos extender las garantías democráticas a todo el país tendremos que abandonar el viejo dogma de la intocable soberanía local. El Senado debe ser dotado de poderes para intervenir en el ámbito local cuando las autoridades estatales no respeten el pautado del régimen democrático o sean incapaces de ofrecer gobierno.