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Regreso a la nostalgia/Addenda

Germán Froto y Madariaga

Era aquella una casa de puertas abiertas, como todas las del pueblo.

Sólo hasta la noche, cuando mi abuela se había cerciorado de que todos estábamos adentro, daba la orden de que “pusieran la tranca”.

La semana pasada, como comentaba en la última parte de mi entrega anterior, volví a la casa de mi abuela Chonita que para mi sorpresa encontré restaurada, llena de luz, mas sin la viveza que da la abundancia de las plantas y las flores.

Cosa de nada. Porque en efecto ese detalle llega con los moradores cuando éstos se asientan en un inmueble de manera permanente.

No se trató en esta ocasión de recuerdos tristes, como cuando la vi casi en ruinas. Ahora el zaguán lucía hermoso y sus habitaciones muy bien pintadas con materiales traídos ex profeso de Oaxaca; baños nuevos, abanicos de techo y un precioso candil que majestuoso adorna el comedor.

En los años cincuenta, esa casa rebosaba belleza y cierta prosperidad. Sobre todo, mucha dignidad, cobijo, generosidad y alegría.

Eran los años en que parte de nuestras vacaciones largas, las pasábamos en la casa de la abuela. No podíamos ir más lejos de Torreón con gran seguridad. Pero además no había con qué mandarnos de vacaciones a otro lado.

Así que la casa de doña Chonita era ideal para que mis padres descansaran de nosotros cuando menos por algunas semanas.

Y hasta allá nos llevaban en aquel carricoche que de tanta utilidad fue para mi padre. Hora y media o poco más duraba el viaje. Ahí nos quedábamos felices de la vida porque todo el pueblo era nuestro, en sentido figurado, claro está.

Lo recorríamos a nuestra anchas y con entera libertad. A nadie se le podía ocurrir que alguien le hiciera daño a algún niño que deambulaba por sus polvorientas calles. Todos eran amigos o al menos conocidos. Se sabía bien quién era quién en ese apacible pueblo de Viesca.

A veces, jugando aquí y allá me alejaba de la casa y si me cansaba al regreso simplemente tomaba prestada la primera bicicleta que encontraba y en ella me trasportaba.

Al día siguiente iba el dueño a reclamarla a la casa de la abuela y el regaño venía no por que la hubiera tomado sin permiso, sino porque no la había devuelto a hora temprana. En tales circunstancias, nadie pensaba que le habían robado su bicicleta, porque nunca faltaba el fisgón que dijera quién se la había llevado.

Como cuento, las puertas de las casas estaban todo el día y hasta cierta hora de la noche abiertas de par en par; de manera que cuando me ganaba el hambre me metía a la primera que encontraba y era conocida, a que me dieran de cenar o cuando menos de merendar.

Con frecuencia se me iba el tiempo a lo tonto (como todavía se me va) y sucedía entonces que algún familiar llegaba a buscarme porque mi abuela estaba preguntando por mí. Emprendía en ese momento el camino de regreso como alma que lleva el diablo tratando infructuosamente de evitar la regañada. Jamás lo logré. Por andar de vago y pediche mi abuela me ponía pinto.

A mi hermana Chacha y a mí nos encantaba ir a la casa de Nicho, el dulcero, a que nos diera una embarrada de leche quemada en un trozo de papel encerado. Como estaba a la vuelta de la casa con facilidad nos llegaba el olor de las leches quemadas que estaban preparando. Y ‘ái íbamos de langucientos a pedirle una probadita.

El baño de la casa era de pozo y se encontraba en la parte del fondo. La luz eléctrica la desconectaban, después de dos avisos, a las once de la noche. Si no tomábamos la precaución de ir al baño a hora prudente, no era remoto que a media noche estuviéramos fastidiando para que alguien nos acompañara para “hacer del cuerpo”, como dice un amigo mío.

Era mi prima Adelita la que por lo común se compadecía de nosotros. Acompañados por ella, tomábamos una lámpara de petróleo y nos dirigíamos hasta los baños que estaban justo antes de la puerta que conducía a los corrales.

Adelita esperaba pacientemente a que hiciéramos nuestras necesidades; pero nosotros abusando de su generosidad, nos quedábamos ahí más tiempo del necesario jugando a las “sombras chinas” con la lámpara que llevábamos. Por más que nos suplicaba que saliéramos prestábamos oídos sordos a sus súplicas, hasta que agotábamos su tolerancia y nos avisaba que se iba a retirar. Entonces rápidamente salíamos del baño pues no queríamos recorrer solos el camino de regreso.

Y temíamos hacerlo porque una de las leyendas familiares versaba sobre el fantasma que se aparecía en “el cuarto de las medicinas”, a unos cuantos pasos del baño.

En una de sus hermosas poesías titulada: “¡Qué lástima!”, el poeta zamorano Felipe Camino Galicia, mejor conocido como: León Felipe, dijo: “¡Qué lástima que yo no tenga una casa! Una casa blasonada y solariega...”.

Aquélla tampoco era una casa dotada de blasones, ni un solar en sentido estricto. Pero era una casa en la que el sol brillaba intensamente; habitada por personas generosas; donde reinaba la alegría, el orden y el respeto. Era, sí, la casa de mi abuela.

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