La política española se encuentra crispada a cuenta de la reforma del estatuto de autonomía catalán. El Ejecutivo ve peligrar su pacto de Gobierno con comunistas (IU) y republicanos (ERC). Los catalanistas de CiU han visto una buena ocasión para “resucitar” políticamente y la oposición “popular” ha encontrado en el Estatuto la mejor herramienta para desgastar al Gobierno.
La encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas evidencia un serio descenso de intención electoral del PSOE en coincidencia con el debate estatutario. Y todos los sondeos periodísticos apuntan en la misma dirección. Algunos incluso llegan a señalar que el PP se colocaría por encima del PSOE en intención electoral.
Como solventar este escollo no parece tarea fácil. El vicepresidente económico, Pedro Solbes, dejó claro que no habría una nueva propuesta financiera a la ya presentada. Y tanto ERC como CiU descartan apoyar un texto en el que las “reivindicaciones monetarias” pudieran aparecer cercenadas.
Al presidente Zapatero le toca ahora conciliar las aspiraciones soberanistas de los republicanos catalanes y la división interna entre el federalista Pascual Maragall y el solidarismo centralista de los “barones” socialistas.
En paralelo, debe de jugar la baza de CiU por si fuera posible cambiar de caballo a mitad de partida. El acabose sería lograr el consenso con los populares, a pesar que la vicepresidenta De la Vega, haya manifestado que la oferta de diálogo expresada por los populares resultaba “poco creíble”. Y mientras España se empantana en debates territoriales más cantonalistas que globalizadores, Europa afronta un futuro incierto.
La presidencia rotatoria recae este semestre en Austria. Y los retos son muchos.
En primer lugar, conseguir que la eurocámara apruebe los presupuestos comunitarios que Londres consiguió aprobar en el último minuto de la Cumbre Europea. La tarea no es sencilla porque perviven las inercias nacionales y la ausencia de proyección.
Gran Bretaña no quiere renunciar a su cheque, seña de identidad política de la insularidad en el Viejo Continente. Francia tampoco quiere ceder en una política agraria que permite mantener a la nueva aristocracia campesina tranquila. Y Alemania no quiere pagar los costes de la ampliación en un momento en el que la locomotora europea parece gripada.
En este ambiente, los nuevos países de la Unión comienzan a plantearse los beneficios y utilidades de su ingreso en el “selecto” club. Las expectativas de los fondos comunitarios a cambio de una cesión calculada de soberanía se han visto truncadas y el euroescepticismo crece enteros por segundos. En paralelo, permanece la sombra de la crisis europea derivada del rechazo francés y holandés al proyecto de Constitución europea.
Todos los líderes comunitarios reconocen que la Unión Europea se encuentra en un “impasse” de espera hasta decidir el rumbo. Y muchos esperan ahora que Viena marque la pauta. ¿Demasiado? Quizá. En primer lugar, porque antes habría que definir el contenido del proyecto europeo. Y no parece que exista suficiente consenso.
El posible ingreso de Turquía en la UE permanece como el asunto más espinoso. Durante la Presidencia británica se dio luz verde al inicio de los trámites para su incorporación, un proceso que podría demorarse una década o más. “España es favorable al ingreso de Turquía”, señala abiertamente el canciller español, Miguel Ángel Moratinos. Menos claro -pero con el mismo resultado- se manifiesta el presidente francés Jaques Chirac.
Sin embargo, el “padre” de la non nata Constitución europea, Giscard d’Estaign, se muestra abiertamente contrario al ingreso turco en la Unión: “Turquía no es Europa”. Muchos le secundan en silencio: el rechazo al ingreso de Turquía resulta políticamente incorrecto.
Pero, ¿podríamos seguir definiendo Europa como una comunidad política basado en las raíces grecolatinas y judeocristianas tras el ingreso del heredero del imperio otomano?
