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Ritos de comunión (y breve crónica de uno)/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Uno de los primeros lugares comunes que se nos asestaba en la escuela primaria era la noción de que el hombre es un ser social. Esto es, que debido a su innato gregarismo animal, le gusta andar en bola y dejarse acompañar por el prójimo. Lo cual es hasta cierto punto correcto… y eso lo han entendido desde el más remoto pasado quienes detentan el poder. Es más fácil controlar a la masa que al individuo. Cuando la gente es parte de una multitud, generalmente no piensa. La manipulación de la muchedumbre resulta más simple que tratar de convencer racionalmente a una persona. Y sale más barato en términos de costo-beneficio.

Así, los primeros monarcas se encargaron de realizar ceremonias tumultuosas para cada evento que se les ocurría, importante o no: que vamos a inaugurar los segundos pisos de la pirámide, pues órale, a juntar raza para que hagan la ola. Que vamos a consagrar un templo, pues a alinear a miles de fieles que se empinen al mismo tiempo. Que vamos a rogar para que llueva, pues que participen todos a los que les va a caer el agua. Que vamos a nombrar heredero al príncipe, pues que la población entera eche porras (como tan ilustrativa y jocosamente se ve en el rebautizo del pececito en “Buscando a Nemo”, cuando los peces del estanque celebran una ceremonia polinesia al ritmo de “Ajo-Huaju-Ajujú”). Total, que el chiste era que la gente se sintiera parte del elenco… y de esa manera legitimaran el poder del monarca, que además solía ser al mismo tiempo jefe religioso.

Las cosas no cambiaron con la llegada del cristianismo. Simplemente se enfatizaron algunos aspectos que ya existían. Por ejemplo, el hecho de que esos rituales fortalecían los nexos de la ecclesia (reunión), de manera que los fieles participaban en una unión común (comunión), y todos eran partícipes de la misma gracia. También se encumbró la noción del sacrificio como parte del ritual: había que dejar algo de tiempo, dinero y esfuerzo en el camino, para demostrar que la cosa iba en serio.

Así, durante la Edad Media las ceremonias más importantes y en las que participaba más gente eran las peregrinaciones, especialmente a lugares sagrados: Roma, Santiago de Compostela, Jerusalén (mientras los sarracenos no cobraron peaje de sangre). La Ruta de Santiago sigue siendo recorrida a pie cada día por miles de peregrinos, que con ese sacrificio y en compañía de extraños que andan en las mismas, encuentran la satisfacción y el sentimiento de comunión que experimentaban sus colegas de hace un milenio. Quienes han realizado ese periplo se declaran purificados; o ya de perdido, distintos. Toda una experiencia mística y medieval en pleno siglo XXI.

Pero llegó la modernidad y lo religioso perdió importancia. No sólo eso: las monarquías fueron declinando de manera notoria, y los nuevos sistemas republicanos (excepto las tiranías tipo Castro, tipo Chávez) no se sentían cómodos con los hacinamientos de gente aplaudiendo allá abajo, en la plaza, sudando como asnos por el privilegio de ver al líder... por no decir nada del riesgo de que los susodichos asnos se den cuenta que les están contando puras mentiras y haciendo promesas incumplibles, y ahí sí puede arder Troya. De manera que los ritos de comunión políticos y religiosos cayeron en relativo desuso… pero no la necesidad humana de andar en bola.

Lo que vino a sustituir a los viejos rituales, como tenía que ser, fue una forma semejante de adoración, pero a los nuevos ídolos: a las estrellas del espectáculo, a los grandes deportistas. De manera tal que ahora las multitudes se aglomeran con pancartas y banderitas para festejar comunalmente al cantante, grupo musical o equipo de futbol en que centran sus tristes existencias. Pese a lo pedestre de lo adorado (o al menos admirado), no dejan de ser rituales catárticos, de pertenencia, y que en ocasiones rozan lo místico.

Una de las mil 537 razones por las que un servidor jamás será miembro de la clase política (a razón número uno: me considero una persona básicamente decente) es que detesto los “baños de pueblo”. El contacto cercano y masivo con gente desconocida, cuyos (raros) hábitos higiénicos son los únicos notorios en esos casos, me produce escalofríos. Procuro alejarme lo posible de las multitudes, y bendigo a quien inventó las transmisiones televisivas en vivo. Si a eso le añadimos que en La Laguna el centro de rituales comunitarios es el estadio más feo, peligroso, incómodo e insalubre de este lado de Haití, resulta evidente por qué un servidor tiene muchos años de no participar en ninguna ceremonia, como no sea una carne asada o bautizo de crío, en que intervengan más de veinte personas; moderadamente ebrias, eso sí.

Sin embargo, es imposible sustraerse a ciertas atracciones. A fin de cuentas, hay eventos que, por su significado simbólico, crean su propia necesidad de participación. Y he de confesar que caí en la tentación de unirme a decenas de miles de prójimos para compartir con ellos una misma (o parecida) celebración ritual: asistir a un concierto de rock.

Cuando me enteré que los Rollings Stones iban a dar un concierto en Monterrey, decidí que era el momento de dejarme de andar con tikis-mikis y ver de qué va uno de esos eventos. Después de todo, hasta podía resultar histórico: según mi criterio, el sexagenario Mick Jagger puede caer víctima de un infarto fulminante en cualquier pirueta, en cualquier momento. Suceso que de ocurrir cuando uno es testigo, estarán de acuerdo conmigo, sería magnífico tema de conversación de aquí a que se congele el infierno.

Recluté los entusiasmos de mi cuñado y su hijo, quien estudia en La Sultana y se hicieron cargo de entradas, transporte, vivienda y bastimentos de boca y guerra. Pero como todo ritual colectivo que se precie de serlo, éste tuvo sus penitencias que cumplir.

La primera de ellas es transitar por carretera de aquí a Köningsberg (alemán: monte del rey). Se supone que es autopista, pero ignoro si esa definición es poema surrealista o broma siniestra: está más parchada que la alineación del Santos, no tiene acotamientos dignos de ese nombre, y hay que lidiar con tráfico pesado la mayor parte del trayecto. La verdad, si quieren hacer de La Laguna una zona de conectividad, deberían empezar por mejorar la infraestructura carretera. La mentada autopista a Saltillo es un insulto y una vergüenza.

La segunda penitencia la purgamos cuando arribamos a Montreal (francés: monte del rey). Ahí sí que se les ha ido el avión a los regiomontanos: desde hace veinte años, la entrada por el oeste tiene los mismos malditos dos carriles. El problema es que ahora hay semáforos cada cien metros y ha de aguantar el triple de tráfico. De manera que el trayecto que hace diez años se hacía en diez minutos, ahora puede tomar treinta o más. Que no me oigan los regios, pero esa parte de su ciudad se está convirtiendo en un mini-DF. ¡Y sin demagógicos gobiernos perredistas!

El ingreso al Estadio Universitario fue un indicio de la organización reinante: sin problemas, sin apretujamientos, sin mayores molestias que el consabido cacheo a la entrada. La verdad, hay que felicitar a los organizadores de ese evento, que resultó más disfrutable porque el Monstruo de las Mil Cabezas se comportó como si tuviera algo dentro de cada una de ellas.

Las cuales eran de una enorme variedad: por supuesto estábamos los cincuentones (o a punto de serlo) que conocimos a los Stones cuando todavía andaban rivalizando con los Beatles, y que hemos crecido en canas y tallas viendo a Jagger conservarse como pepinillo en escabeche, más flaco que un tallarín y con todo su pelo. Pero también había niñas fresas de veintitantos, y chavitos llevados quién-sabe-qué-tan-a-la-fuerza por sus papás. Un corte transversal demográfico-social-cultural y hasta geográfico. A nosotros nos tocó en la fila de atrás una familia de evidentes chilangos, uno de cuyos integrantes se la pasó llamando a grito pelón al vocalista como si fuera su cuate de la cuadra: “¡¡¡Jagger!!! ¡¡¡$#%/ Jagger!!! ¡¡¡Ya canta ‘Satisfaction’!!!”. Hasta eso, el buen Mick le hizo caso al final.

El concierto estaba programado para empezar a las ocho de la noche. A esa hora apareció quien debía “calentar el ambiente”, que para nuestra desgracia resultó ser Alejandra Guzmán, portando un vestido que haría sentir ridícula a Cindy Lauper. La pobre mujer fue recibida con estruendosa rechifla por parte del público conocedor (me gustaría, pero no puedo, citar los insultos del diletante de atrás), que al parecer era(mos) mayoría. Otros le aplaudieron por inercia, compasión, o con la esperanza de que se quitara alguna prenda íntima. Creo que sí se despojó de algo, pero la verdad estaba tan distraído que ni cuenta: digo, si en su vida ha cantado esa pobre mujer, no le iba a andar poniendo atención en una ocasión tan preclara.

Luego de hacer como que entonaba seis o siete canciones (entre ellas ¡“La Plaga”!, marca de clase de su padre hace cuarenta años; pero es por demás: esa gente nada más no tiene sentido de la ironía), por fortuna se retiró. Y siguió una larga espera de más de una hora. Al cabo de la cual se nos informó que había habido un problema técnico (¿por qué los problemas siempre son técnicos? Pareciera que en este mundo no hay problemas éticos ni morales ni ontológicos) y que al ratito saldrían Sus Satánicas Majestades.

Lo cual ocurrió a las 10:25 PM. Y la verdad, valió la pena todo: viaje, espera, cerveza carísima. El espectáculo es soberbio, y esos venerables ancianos siguen tocando, cantando y moviéndose como treinta años atrás. Todo lo cual se puede seguir a la distancia en una pantalla de 12 metros con mejor definición que la TV de cualquier casa. La gente estuvo prendidísima y el único que se veía aburrido, como siempre, era el baterista Charlie Watts, quien desde 1964 o por ahí luce una jeta de “¿a qué horas se acaba esto?” Jagger no para de brincar en dos horas, y si se preguntan qué toma, mi respuesta sería: quién sabe, pero ha de orinar Red Bull. Al terminar el concierto los espectadores estábamos más cansados que él. Y no, no es un androide ni ha sido reemplazado por un doble de la CIA: un servidor se precia de haberlo tenido a dos metros de distancia, y pudo apreciar que está más flaco, arrugado y pálido de como se ve en las fotos. Que ya es decir.

Total, una experiencia catártica bastante deleitosa. Eso sí, creo que es el último concierto al que voy en mi vida: no hay que tentar demasiado al destino, y esta vivencia resultó demasiado perfecta… y bastante cara. Y Jagger salió vivo, ¡bah!

Consejo no pedido para obtener siempre lo que quieres: vea “Gimme Shelter” (1970), interesante documental sobre un polémico concierto de los Stones; ah, y también podrán ver a los Grateful Dead, Jefferson Airplane y The Flying Burrito Brothers. ¿Por qué ya nadie bautiza así a las bandas? Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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