Madrid, (EFE).- Puede que aún haya gente, sobre todo de cierta edad, que asocie cualquier alusión al yodo con aquella tintura de yodo que durante tanto tiempo fue una especie de panacea para tratar cualquier pequeña herida; pero ahora serán más quienes liguen el yodo con los sabores más puros del mar.
Sabor yodado... Es lo primero que se le ocurre a cualquiera cuando come unas ostras, unos erizos de mar, unas almejas al natural... Efectivamente, ahí está el sabor del mar, el sabor del yodo; por eso es tan importante, en la cocina, que esos mariscos conserven, tras ser cocinados, ese sabor intenso, profundo, de mar casi en estado puro.
De hecho, ostras, almejas y erizos no sirven, para sus mayores devotos, más que en estado totalmente natural, es decir, crudos. Y, a poder ser, vivos. Pero también es bastante la gente a la que no le seduce nada comerse algo que todavía está vivo, de modo que prefiere que le cocinen esos mariscos.
Aquí es donde entra la sabiduría culinaria; el problema es que ha de ser eso, culinaria, no sólo técnica. Muchos cocineros 'creativos' han descubierto que la mejor manera de conservar ese sabor original es someter a estos moluscos -el erizo no es un molusco, sino un equinodermo, pero ya no hablaremos más de él- a unas cocciones brevísimas, de apenas unos segundos.
Peligrosísimo. Ostras, almejas, mejillones y demás bivalvos son muy proclives a almacenar sustancias tóxicas, más exactamente ciertas bacterias que pueden causar bastantes problemas al consumidor humano. Esos moluscos, como sabe todo el mundo, están muy bien protegidos por sus valvas, de modo que su interior, lo que nos comemos, tarda algo más que unos segundos en adquirir una temperatura que resulte letal para esos nocivos microorganismos.
Las cocciones brevísimas ponen ese interior a casi cuarenta grados de temperatura. Y uno recuerda, de cuando estudiaba para farmacéutico, que 37-38 grados era la temperatura a la que las bacterias sembradas en placa de laboratorio se reproducían con más entusiasmo; por supuesto, si subíamos la temperatura a 60 grados o más, no sólo dejaban de reproducirse, sino que, sencillamente, se morían.
O sea que una de dos: o nos comemos las almejas crudas, vivas, con los riesgos correspondientes... o las cocinamos de verdad, pero, eso sí, alterando lo menos posible ese sabor fuertemente yodado, que nunca hay que anular; atenuar, quizá; pero anular, nunca.
De modo que nos sobran muchos elementos clásicos en cierta cocina de los moluscos, como el tomate. Si quieren conseguir un buen juego de sabores, prepárense unas almejas 'a los dos aceites'. Eso sí, recuerden que los moluscos han de ser de la máxima calidad: no hay buenos platos con malos ingredientes.
Lo primero, pelen y corten en láminas finas un par de dientes de ajo. Pónganlos en un cuenco de vidrio con aceite virgen de oliva y déjenlos así 24 horas. El aceite adquirirá el aroma del ajo. Al día siguiente, pongan ese aceite, sin los ajos, en una sartén, y pongan ahí también las almejas. Llévenlas al fuego, muy suave y mejor tapando la sartén, y ténganlas allí el tiempo estrictamente necesario para que se convenzan de que están obligadas a abrir sus valvas.
Saquen las almejas del aceite al ajo y riéguenlas con un chorro de otro aceite virgen que habrán emulsionado con un poco de jugo de limón. Y no hay más misterios. Eso sí, provéanse de un buen pan, porque la salsita, la mezcla de aceites, queda, literalmente, 'de toma pan y moja'.