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Saddam, un dictador duro que se apartó de su gente

AP

Bagdad, Irak.- A los pocos días de tomar el poder, Saddam Hussein citó a unos 400 funcionarios y anunció que había descubierto una conjura contra el partido gobernante. Los conspiradores, dijo, estaban en esa sala.

Mientras Saddam, que por ese entonces tenía 42 años, saboreaba un habano, se leían en voz alta los nombres de los supuestos conspiradores. La Policía secreta sacaba de la sala a los presuntos conspiradores, cuando sus nombres eran mencionados. Algunos de ellos, desconcertados, gritaban ?¡Viva Saddam Hussein!?, en una demostración inútil de lealtad.

Cuarenta y dos hombres fueron ejecutados. Para asegurar que los iraquíes se enteraran, Saddam ordenó filmar el procedimiento y distribuyó copias del video por todo el país.

La acusación de conjura era falsa. Pero en pocos minutos aterradores del 22 de julio de 1979, Saddam eliminó a sus posibles rivales, consolidando el poder que mantuvo hasta que las Fuerzas extranjeras lo derrocaron en 2003.

Saddam gobernó Irak con una crueldad singular. Nadie estaba a salvo. Sus dos yernos fueron asesinados por orden suya después de que huyeron a Jordania, pero regresaron en 1996 tras recibir garantías de seguridad.

Esa brutalidad y poder de intimidación lo mantuvieron en el poder durante la guerra con Irán, la derrota en Kuwait y las rebeliones de los curdos y los shiies, las sanciones internacionales, conjuras y conspiraciones.

Pero esos mismos métodos fueron su perdición. Confiando sólo en pocos allegados, Saddam se entregó a sus aduladores, elegidos por su lealtad más que por su inteligencia y capacidad.

Y cuando fue derrocado en abril de 2003, dejó un país empobrecido -a pesar de la vasta riqueza petrolera- y lleno de tensiones étnicas y sectarias.

En sus escasas apariciones públicas, las multitudes lo recibían con cánticos de ?sacrificamos nuestra sangre y alma por Saddam?. Pero poco a poco se aisló del pueblo, y se concentró en un pequeño círculo de consejeros provenientes de su familia cercana o de su clan.

Los soldados estadounidenses lo encontraron en diciembre de 2001, barbudo, despeinado, con sus brazos en alto. La pistola que conservó para combatir hasta el final nunca fue disparada.

La imagen y la ilusión eran herramientas importantes para Saddam.

Buscó forjar una imagen de líder todopoderoso y sabio de la nación árabe. Su modelo era el guerrero del siglo XII Saladín, que tomó Jerusalén -hasta ese momento en manos de los cruzados- y coincidentemente nació como Saddam en el área de Tikrit, en el norte de Irak.

Su estilo, sin embargo, fue más similar al de los jefes tribales iraquíes, que repartían favores a cambio de absoluta lealtad.

Alentó la ilusión de un Irak poderoso, con el cuarto Ejército más grande del mundo y armas letales.

Pero todo eso era una mera ilusión. Su Ejército se desmoronó en semanas luego de confrontar a las Fuerzas estadounidenses y sus aliados en Kuwait en 1991.

Y en 2003, su capital cayó ante una sola brigada estadounidense.

Las armas de destrucción masiva demostraron ser un engaño para mantener a los iraníes, sirios e israelíes -y a los estadounidenses- acorralados. Ni sus propios científicos se atrevieron a decirle que sus sueños armamentistas estaban más allá de la capacidad industrial del país.

En cambio, Saddam destinó grandes sumas de dinero a palacios opulentos, con vestíbulos de mármol, lujosas alfombras y costosos muebles antiguos.

Este mundo distaba años luz de la pobreza en la que nació el 28 de abril de 1937 en la población de Ouja, cerca de Tikrit. Su padre, un pastor sin tierras, murió o desapareció antes de que él naciera. Su padrastro, Ibrahim al Hassan, lo trató con severidad.

De niño, Saddam escapó y vivió con un tío materno, Jairala Talfa, antibritánico y antisemita cuya hija, Sajida, se casó con Saddam algunos años después.

Bajo la influencia de su tío, Saddam se unió al Partido Baath, una organización nacionalista árabe laica, radical, a los 20 años. Un año después huyó a Egipto, tras participar en un intento de asesinar al gobernante del país, el general Abdul Karim Kassem y fue condenado a muerte en ausencia.

Saddam regresó cuatro años después, cuando Kassem fue derrocado por el Partido Baath. Pero el liderazgo de esa fuerza política fue derrocado ocho meses después, y Saddam fue detenido. Escapó en 1967 y se hizo cargo del aparato secreto de seguridad interna del Partido Baath.

Juró que jamás toleraría el disenso interno, que según él había hecho que el partido perdiera el poder.

En julio de 1968, el Baath volvió al poder bajo el liderazgo del general Ahmed Hassan al Bakr, que nombró a Saddam, su primo, como el segundo funcionario de mayor jerarquía.

Saddam purgó a figuras clave del partido, deportó miles de shiies de origen iraní, supervisó el control estatal de la industria petrolera, la reforma de la tierra, y la modernización, y se convirtió en el poder verdadero detrás de Al Bakr.

Dos años después de sellar la paz con Irán, Saddam invadió Kuwait, cuyos gobernantes se habían negado a condonar la deuda de guerra iraquí y se oponían a un incremento de precios del crudo que Irak necesitaba para recuperarse del conflicto con los iraníes.

La Organización de las Naciones Unidas impuso una serie de sanciones económicas a Irak, luego una Fuerza liderada por Estados Unidos atacó y los iraquíes debieron salir de Kuwait.

Los ataques del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos focalizaron la atención en Saddam como patrocinador del terrorismo. Su negativa a cumplir con las demandas de la ONU para que ofreciera detalles sobre su programa de armas, ofreció un justificativo para la guerra.

Una Fuerza liderada por Estados Unidos invadió Irak el 20 de marzo de 2003. En tres semanas el Ejército iraquí había colapsado y Bagdad había caído. Los soldados extranjeros tiraron la estatua de Saddam que permanecía en el Centro de la capital y el dictador huyó hacia su tierra natal, en el norte del país. Su reinado había llegado a su fin.

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