Doña Julianita, como le llamaban con cariño las vecinas del barrio, se preparaba para ir a trabajar, eran cerca de las seis de la mañana del 22 de diciembre, estaba soleado el día, pero se dejaba sentir el aire frío invernal.
Con mucho esfuerzo pudo levantar en su mano derecha la olla con gorditas, en la izquierda la canasta con aditamentos para la venta, en sus dos piernas los 60 años de vida de trabajo y en su pecho la pena de no tener cerca a su hija que se fue de mojada al otro lado.
Al pararse frente a la puerta de su cuartito donde vivía sintió el frío aire que se filtraba por las hendiduras de la vieja puerta de madera, con malabares pudo abrir la puerta y salir.
Con todo lo que cargaba sólo podía avanzar con pasos cortos, casi arrastrando los pies, para dirigirse a la maquila del otro lado de la colonia, a diez cuadras, donde vendía afuera a los trabajadores para apenas mal comer ella.
Había avanzado dos cuadras cuando sintió helado el viento que golpeaba en su arrugado rostro. Había salido de la casa sin ese delgado chal que poco le cubría, pero que en su juventud lucía cuando iba con las amigas a coquetear a la plaza y romper el corazón de no pocos hombres y el recuerdo mucho le calentaba.
Regresarse por él le haría llegar a afuera de la maquila cuando todos los trabajadores hubieran entrado y ya no vendería nada. Se dio ánimos sola, apresuraría su caminar y ganaría ese lugar donde pronto daba el sol y así no sentiría la crueldad de su soledad.
Cuando llegó afuera de la fábrica la esperaban algunos trabajadores, las gorditas de doña Julia era requete sabrosas, ella aprendió a cocinar en aquella casa de sus patrones dueños de la fábrica al par que cuidaba y servía de nana a los niños de la casa, apenas le dio tiempo de poner la olla y empezar a despachar a los hambrientos jóvenes que les esperaba una dura jornada de trabajo.
Era un momento que tenía que aprovechar para realizar la venta, si no lo hacía antes de que entraran a trabajar se le quedaba todo, ya le había pasado una vez. Entre gordita despachada y el pago que le hacían siempre regalaba lo mejor de ella, una sonrisa, pero en esta ocasión también sintió el aire frío en su espalda que más de una vez le hizo incorporar su encorvada figura de mujer que ha vivido trabajando.
Dieron las ocho, sonó la hora de entrada, todos corrieron para entrar a trabajar, doña Julia se quedó levantando aquellos papeles que estaban tirados, en el fondo de la olla quedaron dos gorditas, ése fue su desayuno, se las comió despacio, le hacía falta el cafecito caliente para que no se le atorara en su delgado cuello. Pero aún así le salió una suave tos.
Con la olla y canasta sola, pero el peso de en su alma caminó al tianguis que se ponía cerca de su casa, tenía que comprar algunas cosas para ella, buscar algún suéter de segunda que le abrigara y lo que le faltara para la venta del día siguiente.
Cerca del medio día llegó a su cuartito, puso lo que compró sobre la mesa y se sentó en su cama, ésa donde tantas cosas había soñado, nuevamente tosió y sintió un ardor en su pecho. No más duro del dolor que sentía de su soledad.
Se reclinó y sin saber se quedó dormida, entre sueños ella misma tomó el cobertor y se tapó para cubrir el frío que sentía.
Cuando regresó en sí, era las diez de la noche, le dolía todo el cuerpo, la fiebre hacía de las suyas, el dolor de pecho más fuerte, como pudo se levantó y con un vaso de agua se tomó una pastilla que tenía en su ropero y volvió a quedar dormida, a su edad todo se siente más. No preparó nada para el otro día.
Dieron las ocho de la mañana cuando pudo abrir sus ojos, los ánimos bajos, poco le bajó la fiebre. Con gran esfuerzo se pudo levantar y preparar una avena caliente y regresó a la cama. Por su mente recorrió su vida.
Cerca de las cinco de la tarde tocaron la puerta, pensó que era alguna pelota que golpeaba, muchos chiquillos jugaban afuera de su cuartito. Además de los golpes escuchó una voz varonil que no pudo reconocer. Sería que ya ?venían? por ella.
Poniendo el chal en su espalda se levantó y abrió la puerta, para su sorpresa era un rostro que le parecía conocido, pero no sabía quién era, le acompañaba una joven mujer con un niño tomado de la mano. Todos bien vestidos.
Al ver el rostro de asombro de doña Julia aquel hombre sonrió con una mueca muy particular. Con una voz seca y apenas sonora, entrecortada por la emoción doña Julia sólo pudo decir... ?¿Es usted el niño Ernesto??, bueno, el joven Ernesto, mejor dicho, el señor Ernesto.
Ernesto es el hijo del dueño de la fábrica, el que doña Julia cuidó, al que le preparaba ricos desayunos y esperaba cuando regresaba del colegio y en la noche se quedaban viendo tele tapados con el mismo cobertor.
La fiebre desfalleció a doña Julia, hoy Ernesto la tomó en sus brazos, con el calor que muchas veces ella lo tomó de chico, junto con su esposa la subieron al carro y la llevaron a su casa, la esposa le había tomado cariño a partir de todo lo que le platicaba de ella su esposo.
La llevaron a la casa de Ernesto, tenían un cuarto para ella, en su nueva cama la revisó el médico de la familia. La Navidad había llegado para doña Julia.
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