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Ser Humano / CUENTO DE NAVIDAD 2

Psicólogo Ricardo Mercado Dávila

Ernesto a sus 32 años había logrado consolidarse como persona, con una cara formal de todo un empresario, pero con una sonrisa de amabilidad que cautivaba a muchas personas que le permitía abrir puertas en cualquier relación que establecía.

No era de gran rostro, nunca hubiera sido modelo para anuncio de crema de afeitar, pero en su saludo de mano firme brindaba la seguridad y calidez que otorgaba confianza.

Durante sus estudios no se distinguió por ser de los más altos promedios de calificación, pero nunca tuvo problemas de reprobar alguna materia, sin embargo, siempre mantuvo dificultades constantemente con algunos maestros cuando les cuestionaba directamente sobre un punto de vista, claro, con esos maestros chambistas que no se salen del libro que les enseñaron tres generaciones anteriores.

Gustaba de sentirse libre, durante las vacaciones solía ir a las montañas, caminar, escalar, dormir bajo el manto de las estrellas, observar los pequeños animales y cuidarse de los peligros.

De cuerpo firme no le temía al trabajo fuerte, al cargar o ensuciarse las manos y ropa con tal de lograr sus objetivos.

Había heredado de su papá, don Neto, como lo conocían los trabajadores de la empresa, una fábrica de ropa, de las conocidas como maquilas. Una herencia de la cual aún no era de él. Don Neto, con su cabello cano, aún se sentaba en la silla grande, como le decían de broma a Ernesto sus amigos, y a él todavía le faltaba un tiempo para poder hacer de las suyas a sus anchas.

Cuando joven inició a ir a la maquila, tenía un trabajo del cual tenía un sueldo, no recibía nada sin esfuerzo, era el mensajero. Le tocaba realizar las largas e interminables colas para hacer los movimientos del banco, ir con los clientes a recibir los pagos y a realizar compra de algún capricho de su papá.

Cuando era chico Ernesto, don Neto inició la fábrica, las jornadas de trabajo eran largas, al igual que las ausencias en la casa. La mamá de Ernesto ayudaba en cuestiones administrativas en la fábrica. No fue tarea fácil, en más de una ocasión estuvieron a punto de cerrar.

Para poder brindar la atención al negocio, don Neto y su esposa contrataron a una buena mujer para que se hiciera cargo de Ernesto y de las labores de la casa. Una mujer de rostro sereno, buena cocinera, de manos cálidas y de gran corazón.

En las mañanas, la mamá levantaba a Ernesto para ir al colegio, mientras esta buena mujer le preparaba un rico desayuno, era mágica, parecía que nunca repetía el menú, siempre sabroso y por ello nunca le gustó consumir comida chatarra.

Al regresar del colegio, esta buena mujer lo esperaba en la puerta y le ayudaba con la pesada mochila para entrar, siempre ya estaba servida una caliente sopa, para luego seguir con el resto de la comida.

En las tardes, como podía, esta mujer le ayudaba con la tarea, cada vez se le dificultaba más, ella sólo había cursado primaria con muchas dificultades.

Pero Ernesto aprendió de ella lo más valioso, los deseos de superarse, de ser una persona de bien, siempre servir, de enfrentar los problemas, de ver por sus semejantes. Todo se lo enseñó de una sola manera: con el ejemplo.

El tiempo pasó, Ernesto fue a la universidad y un día esta mujer fue a ver a su hija que vivía en USA y se quedó una larga temporada. Don Neto, Ernesto y la mamá no supieron de ella, pero les quedó una muy grata memoria de ella.

Un día, 23 de diciembre, cuando Ernesto llegaba a trabajar, se dio cuenta que había un grupo de trabajadores que aguardaban afuera de la maquila a pesar del frío que se sentía, le intrigó saber qué pasaba, se acercó y platicó con ellos, tenían hambre, estaban esperando a doña Julianita, la que tan ricas gorditas preparaba, una mujer de arrugado rostro y de cálidas manos.

Ernesto no pudo pensar más que había vuelto a saber de la mujer que de chico le cuidó. Indagó con los trabajadores quién le conocía. Un obrero vivía a la otra cuadra del cuartito donde pasaba sus años doña Julianita.

Sin perder tiempo Ernesto llamó a su esposa, había encontrado a la mujer que quería como a su mamá. Quería que fuera ella junto con su hijo a conocerla. Su voz estaba entrecortada del sentimiento que le venía a su pecho.

El trabajador de la maquila los llevó a unas diez cuadras de la maquila y les señaló una puerta de madera toda carcomida.

Con golpes de sus nudillos tocó la puerta, la emoción le hacía temblar. Sólo escuchó una tenue voz de una persona enferma que después de toser preguntó: ¿quién es? Y después de un momento abrió la puerta que arrastraba.

Al ver el rostro de asombro de doña Julia aquel hombre sonrió con una mueca muy particular. Con una voz seca y apenas sonora, entrecortada por la emoción doña Julia sólo pudo decir... ?¿es usted el niño Ernesto??, bueno, el joven Ernesto, mejor dicho, el señor Ernesto.

La fiebre desfalleció a doña Julia, hoy Ernesto la tomó en sus brazos, con el calor que muchas veces ella lo tomó de chico, junto con su esposa la subieron al carro y la llevaron a su casa, la esposa le había tomado cariño a partir de todo lo que le platicaba de ella su esposo.

La llevaron a la casa de Ernesto, tenían un cuarto para ella, en su nueva cama la revisó el médico de la familia. La Navidad había llegado para Ernesto.

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