El 24 de diciembre, cerca de las ocho de la noche, el centro comercial se encontraba notablemente lleno de personas que realizaban las compras de última hora, las colas en la caja eran largas, además de los muchos carritos que se formaban, cada uno estaba acompañado por una familia, lo que lo hacía un tumulto de gente.
Por fin pudo pasar la caja, había comprado algunas cosas que faltaban para la cena de Navidad, un bonito adorno para la mesa que encontró rebajado, un regalo para la vecina que no había encontrado que comprarle y algo para que desayunaran los niños después de que abrieran los regalos al otro día que se levantaran.
Después de que la cajera le entregó el cambio del pago recordó que su esposo le había encargado algo de momento no supo qué era pero no se regresaría, hacer eso sería algo así como un acto de masoquismo y una pérdida de tiempo bastante grande.
Le entregó al empacador unas monedas, revisó las bolsas en el carrito, avanzó unos pasos y subió el cierre de su chamarra pachonchita. Cuando la puerta automática se abrió sintió cómo golpeaba el aire frío en su suavemente maquillada cara y levantaba su cabello que resaltaba su belleza como mujer.
Dio unos pasos para atrás, como si el aromático olor del café del negocio a un lado de la puerta le diera un jalón para comprarlo. Con este frío le caería muy bien un suave café americano. No dudó y lo compró. Se lo entregaron en un baso térmico.
Después de dar un sorbete al café caliente le dieron ánimos para enfrentar el frío y salió al estacionamiento del centro comercial. Como suele pasar, no recordaba dónde había dejado el carro, volteó para todos lados, entre la confusión del gran estacionamiento y de las personas que entraban y salían dio un respiro profundo y se relajó.
Esta pausa le dio oportunidad de ver cómo frente a ella pasaba una mujer de mediana edad, con el rostro cenizo por el frío, el pelo largo y recogido atrás, en su hombro colgaba una bolsa grande y se encobaba como para no sentir el aire en su pecho, su mano derecha juntaba su delgado suéter que no tenía botones y que muy poco le cubría, en su mano derecha sostenía la mano de un niño de unos ocho años.
La cara de esta mujer reflejaba una mezcla de preocupación y tristeza, en el niño brotaba el cansancio y el hambre de haber mal comido en los últimos días.
Suavemente, sin soltar aún el carrito del supermercado, le habló a aquella mujer, extrañada volteó su cabeza a ver qué pasaba o a quién le llamaban dejó ver sus ojos llorosos y desesperados. Dio unos pasos rodeando el carrito, extendió el brazo ofreciéndole el café caliente.
Sorprendida por aquella situación, no supo qué hacer, se imaginó tomar un rico café, pero no dejó de pensar que podría entregarle a su hijo para que comiera.
Tomó su mano y le puso el café caliente en su mano, sintió estremecer todo su cuerpo tanto por lo caliente de aquel vaso como por el detalle agradable.
De una de las bolsas del carrito sacó un pan e inclinándose se lo entregó al niño. Volvió a meter una mano a las bolsas de carrito y sacó un carrito, y aún sin envolver se lo entregó al niño. Los ojos de aquel niño se volvieron unas perlas brillantes, que más pedir en ese momento: un pan y un juguete.
A su mamá le brotaron unas lágrimas que rodaron por sus mejillas y dio las gracias.
Con una cara de sorpresa le preguntó qué es lo que le había pasado.
Con un nudo en la garganta le platicó que hace unos años, se fue de mojada al ?otro lado? para buscar un mejor trabajo y darle lo que le hiciera falta a su hijo, había dejado a su mamá sola, había trabajado en varias empresas y cuando podía le mandaba algún dinerito, hubo una temporada que su mamá la pasó con ella pero extrañó su tierra y se regresó.
En días pasados la había agarrado la migra y como nunca arregló eso de los papeles la deportaron y como pudo logró llegar de nuevo a la ciudad donde vivía.
Cuando buscó a su mamá, se encontró con la sorpresa, según le comentaron los vecinos del barrio, que tenía dos días de no haber regresado a su cuartito donde mal vivía.
Lo único que le dijeron unas chiquillos del barrio que en días pasados unos señores de un carrote la habían ido a buscar. Ya tenía dos días buscando a su mamá en la cruz roja, en hospitales, albergues, incluso en la policía y también, con mucho miedo en funerarias y no sabía nada de nada.
Sin medir acto, tomó su teléfono celular y marcó a su esposo, tenía en su pecho la certeza de haber encontrado lo que no habían buscado.
?¿Ernesto? ¡Acabo de encontrar a la hija y al nieto de doña Julianita! Hoy sí será para todos una Navidad?.
En la casa de Ernesto, no sólo había un cuarto para doña Julianita, había un hogar. La Navidad había llegado para todos.
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