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Si debates, te bates/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Como parte del penoso proceso de aprendizaje que ha emprendido nuestra democracia niña, a la que tanto maltratan quienes deberían cuidarla y protegerla, el sistema político mexicano ha incorporado algunas ideas y mecanismos que, ya sea por impresión, caché, imagen o simple ignorancia (esto último, lo más probable conociendo a nuestra clase política) se considera que tienen una historia y prosapia en otros países con más experiencia en estos menesteres.

Para acabar pronto, de repente se imitan procesos foráneos que no tienen ningún tipo de antecedente en nuestra vida pública. Y por andar de copiones, ahí van nuestros políticos a dar lástimas, luciendo sus vergüenzas y demostrando su bajo nivel intelectual, ético y hasta de juegos infantiles (¿quién se pelea por una silla vacía, por el amor de Dios?).

Uno de los ejemplos más claros de ello es lo lastimoso que ha sido el proceso para organizar el debate presidencial de esta semana… y los escasos frutos que, mucho me temo, vamos a obtener los ciudadanos de todo ese lamentable circo. También quién nos manda andar incorporando un mecanismo que, incluso en los países más desarrollados y con amplia experiencia al respecto, resulta bastante espinoso.

Primero que nada, debatir implica toda una cultura democrática y de tolerancia de la que sencillamente carecen los orangutanes que quieren gobernarnos. Y ya no digamos nada del culto público mexicano, tan dado a analizar las cosas con el cerebro y no con el estómago.

El aprendizaje de ese difícil arte, la verdad, toma varias generaciones y a veces ni así cuaja. Incluso en la democracia occidental más antigua, la inglesa, de repente uno ve cada desfiguro… Aún así, las experiencias pasadas dejan huella: como buenos británicos celosísimos de sus tradiciones, en el Parlamento de Londres se conserva una linda y pintoresca muestra de los viejos días, que nos muestra nítidamente cómo eran antes las cosas. En el piso del recinto de la Cámara de los Comunes, en el pasillo que separa a la bancada del Gobierno de la de la Oposición, hay un par de rayas blancas pintadas en el suelo, una de cada lado. Nadie (¡nadie!) puede traspasarlas durante una discusión. Lo interesante es que la distancia entre una raya y otra es el equivalente a la longitud de dos espadas… de manera tal que, si los Comunes y Corrientes echaban mano a los fierros, como queriendo pelear, no se alcanzaran a hacer daño. Para que vean.

La mayoría de los especialistas considera que el debate político moderno entre candidatos nace en 1858, cuando un par de buenos oradores se enfrentaron en siete ocasiones (en siete pueblos diferentes: no había radio ni tele), en su papel de aspirantes al Senado norteamericano por el estado de Illinois, con el objeto de discutir asuntos de importancia primordial para Estados Unidos.

Por el conflictuado Partido Demócrata estaba Stephen E. Douglas, conocido entre la raza como El Pequeño Gigante (se cree que medía menos de 1.50 mts.); y por el recién nacido Partido Republicano, un tal Abraham Lincoln, quien tenía un notable parecido con las monedas de un centavo (por no hablar de sus 1.93 de estatura… sin el sombrerote de chimenea).

Los debates Douglas-Lincoln versaron sobre los temas que no tardarían en desgarrar no sólo al Partido Demócrata sino al país mismo: la expansión de la esclavitud y los posibles derechos ciudadanos de los negros libertos o escapados al Norte. Los encontronazos suscitaron interés nacional, dado que sus protagonistas eran maestros en el arte de los malabares verbales y a que las ideas principales circularon en folletos y panfletos por todos lados. A fin de cuentas, Lincoln perdió la elección para senador, pero el nuevo Partido Republicano encontró en él a su primer candidato presidencial triunfador. En 1860, apenas dos años después, Lincoln se convirtió en presidente con el 39.9 por ciento de los votos populares (había otros tres candidatos, incluido Douglas).

Antes incluso de que tomara posesión, algunos estados del Sur declararon la secesión… en gran medida porque, gracias a los debates, creyeron que jamás podrían funcionar con el larguirucho enemigo de la esclavitud. Lo interesante es que Lincoln pasó de perdedor de una senaduría a presidente de la República. Es por ello común considerar que, sin los debates con Douglas, Lincoln no hubiera entrado a la Casa Blanca ni en visita guiada (que, la mera verdad, son bastante aburridas: nunca enseñan, por ejemplo, el confesionario de la Lewinsky, ¡bah!).

Pasó más de un siglo para que en Estados Unidos se diera un fenómeno semejante. Pero además, ya con la presencia de un catalizador desconocido hasta entonces: la imagen televisiva. Y todo cambiaría de allí p ‘adelante.

En 1960 los contendientes por la Presidencia norteamericana eran el vicepresidente republicano Richard M. Nixon, de colmillo largo y retorcido y experto en golpes bajos; y el senador demócrata John F. Kennedy, joven, relativamente inexperto, católico y rico. Ah, y guapote, como siempre decía mi madre. A simple vista, parecía que el curtido Nixon se iba a desayunar crudo al novato Kennedy. Por eso a Tricky Dicky se le hizo fácil aceptar una serie de cuatro debates entre ellos, que además serían televisados para que la nación toda pudiera calibrar quién sustituiría al viejo Eisenhower.

Es común hallar en los libros de historia norteamericana la noción de que el primer debate probablemente le costó (entonces) la presidencia a Nixon. Aunque la televisión tenía ya su buena década sirviendo como medio masivo, los políticos no le habían tomado el pulso ni como promotor de imagen ni como vehículo propagandístico. Y por ello Nixon se presentó al debate sin la menor preparación. En primer lugar, como el show fue en la tardecita y Nixon era de barba muy cerrada, éste apareció en pantalla como desaseado y siniestro. El color de su traje se confundía con el fondo. Las luces del estudio lo hicieron sudar como res, se veía notoriamente incómodo y tropezó varias veces en sus respuestas a un aplomado, elegante, elocuente (y guapote, no lo olviden) Kennedy. Y aunque hubo otros tres debates posteriores, a los que Nixon acudió mejor preparado, la imagen dejada en el primero quizá resultó decisiva. ¿Cómo confiar en alguien que aparecía en transmisión nacional con facha de Pedro el Malo?

La creencia de que una mala actuación en el primer debate le había costado tan cara a Nixon hizo que durante tres lustros todos los candidatos posteriores le sacaran la vuelta a ese tipo de confrontaciones. En 1976, el presidente Gerald Ford (sobreviviente de la catástrofe de Watergate) no pudo evitar el reto que le lanzara el gobernador de Georgia y candidato demócrata Jimmy Carter. Ese año hubo tres debates, que quién sabe qué tanto hayan influido. La cuestión es que perdió Ford, luego de haber ido encabezando las encuestas durante buena parte de la campaña.

Moraleja: a quien menos le convienen los debates es a los punteros: una metida de pata puede dar al traste con la ventaja.

Desde 1976, los candidatos presidenciales norteamericanos sostienen debates en cada campaña. En total ha habido veinte (dos o tres cada cuatro años), la mayoría perfectamente olvidables. Ninguno ha tenido el impacto que tuvieran los de 1960, en parte por los corsés que se les han impuesto de acuerdo a los formatos utilizados. Vaya, ni Gore ni Kerry lograron hacer resaltar el bajísimo IQ de su contrincante, Baby Bush. Si (por la razón que sea) en ellos no se pudo demostrar que el texano es un incapaz, entonces, ¿de qué sirven esos ejercicios? A pesar de eso, ningún candidato gringo en su sano juicio se negaría a entrarle a por lo menos un par de ellos.

Las consecuencias propagandísticas por andar sacándole la vuelta a la discusión podrían ser catastróficas.

Acá en México, por andar de novedosos democráticos, a alguien se le ocurrió que habría que imitar tan movidos eventos. Y en 1994 se dio el primer debate entre candidatos presidenciales mexicanos. Ello fue en parte fruto de las presiones de una sociedad cada vez más participativa; pero también porque el candidato priista, Ernesto Zedillo, necesitaba urgentemente legitimarse de cara a la nación, después de la forma traumática en que pasó a llenar los zapatos del difunto Colosio.

De aquel debate recordamos que Diego Fernández le puso punto y raya a los demás; que Zedillo se la pasó llamando “compatriotas” hasta a las macetas. Y que Cuauhtémoc Cárdenas se vio pésimo cuando se metió solito en una bizantina digresión sobre sidral, cerveza, tepache y no sé qué otras bebidas espirituosas, que nadie comprendió. Un ejemplo magnífico de cómo un par de minutos de atarantamiento puede echar por la borda dos meses de buena campaña. No que la de Cuauhtémoc en 1994 haya sido regular siquiera, la verdad…

En aquellos entonces, Diego repuntó en las encuestas, pero ya sabemos para lo que le sirvió. De cualquier manera, quedó el antecedente. Y de ahí p’al real…

Ahora se ha hecho un gran escándalo por dos razones: que el candidato en teoría puntero no va a presentarse al primer debate. Y porque los otros que sí van a asistir quieren enfatizar la ausencia del zacatón poniendo una silla vacía.

Sin duda, Andrés López se ha equivocado de cabo a rabo al negarse a ir a ese evento. Quizá le ganó la soberbia; o no quiso que se descubriera su absoluta falta de propuestas viables a dos meses de la elección. La cuestión es que, en un país de machitos, el no aceptar un desafío se ve horrible. El detalle de la silla vacía, no sé qué tan efectivo les vaya a resultar a sus rivales. Lo que sí es que, al no presentarse, López no tiene por qué andarse quejando de nada. Eso de alegar que sus rivales le están pegando para bajarlo es absurdo. ¿Qué esperaba? ¿Que le pusieran “manita” para subir? Por donde se vea, una decisión incomprensible.

Por otro lado está la cuestión de qué tanto influye un debate en el ánimo de la gente. Históricamente, en la mayoría de los países, la fluctuación máxima en las preferencias no pasa de tres o cuatro puntos porcentuales. Claro que si el martes ésos se van para Calderón… entonces López le habrá entregado, en bandeja de plata, el liderazgo de la contienda. O bien, harán viable alguna de las candidaturas de los partidos morralla. O hasta puedan hacer ver bien a Madrazo...

Ejem, perdón... Estábamos hablando de posibilidades reales.

En todo caso, quizá se ha hecho mucha faramalla sobre un evento que todavía está por verse qué tanto pesa realmente en el ánimo de los votantes. Y sobre el que nuestra experiencia, la verdad, no da como para sacar muchas conclusiones por adelantado. Si en otros países, sabe Dios…

Consejo no pedido para que evitar que lo sustituyan por un sofá: vea “El candidato” (The candidate, 1972), con Robert Redford, desenfadado vistazo a lo absurdas que son (¡siempre!) las campañas políticas; ah, y con una buena secuencia de un debate entre candidatos. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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