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Sida y humillación

Javier Fuentes de la Peña

La noche era fría, pero no el ambiente en la discoteca donde cientos de jóvenes bailaban hipnotizados por el monótono ritmo de la música. La pista era muy pequeña y eso no fue un obstáculo, sino todo lo contrario, pues muchos aprovechaban la obligada proximidad física con su pareja para hacer algo más que bailar.

Esa noche Luis llegó muy temprano con la esperanza de conocer a alguien. Conforme pasaban las horas, el aburrimiento se apoderó de él hasta que, de pronto, vio que en la pista de baile se retorcía con movimientos exóticos una mujer que llamaba la atención por su bien formado cuerpo. Nunca había visto a aquella chica, sin embargo, estaba seguro que su imagen difícilmente se podría borrar de su mente. Motivado por una apuesta que hizo con sus amigos y por el caballito de tequila que acababa de tomarse, llegó hasta la pista y, sin decir una sola palabra, comenzó a bailar justo enfrente de donde estaba la atractiva mujer.

El pelo de ella era largo y su falda todo lo contrario. Cuando se percató que enfrente de ella estaba un insignificante adolescente bailando sin ritmo, lejos de disgustarse incrementó el movimiento de sus caderas y de cuando en cuando lanzaba sonrisas coquetas que eran como una llamarada para Luis.

Las luces multicolores y la atmósfera cargada de humo eran el marco perfecto para esa noche. Los amigos de Luis no creían lo que estaban viendo: su tímido compañero se había convertido de pronto en un seductor capaz de atraer la atención de la mujer más hermosa del lugar.

De pronto, la chica tomó la mano de Luis y, sin decirle nada, lo condujo hasta una mesa colocada en el rincón más oscuro y apartado de la discoteca. Ahí platicaron de temas intrascendentes y bebieron a toda velocidad lo que el mesero les traía. Transcurrió muy poco tiempo antes de que comenzaran a besarse y a intercambiar caricias sin importarles en lo absoluto el espectáculo que estaban dando.

Ella se acercó al cuello de Luis y le dijo algo al oído. Inmediatamente éste se levantó de su lugar y, junto con su compañera, salió de la discoteca.

Esa noche Luis tuvo relaciones sexuales con aquella mujer y fue esa misma noche cuando Luis fue infectado por el virus del Sida. Hoy, él lucha cada día contra esta terrible enfermedad con la esperanza de que la cura no sea descubierta demasiado tarde.

Miles de jóvenes como Luis padecen esta enfermedad y ahora se preguntan porqué estuvieron dispuestos a cambiar su vida por una efímera noche de placer. Alarmante es que los jóvenes sean el sector de la población más atacado por el VIH. Cuando tienen toda una vida por delante, de pronto la muerte acaba con todos sus sueños e ilusiones.

Sin embargo, el Sida es mucho más que una enfermedad. Quien la padece, tiene que soportar además del dolor físico, la discriminación de una sociedad cegada por los estereotipos.

Hoy el Sida es la lepra, la peste, la marginación, el odio al otro, la discriminación. Suscita lo peor del hombre. Además de ser una enfermedad física, es una verdadera enfermedad social: hay quienes mueren de él y quienes de él viven.

Una de las peores desgracias para un ser humano es ser contagiado por el Sida, sin embargo, el contagio de la inhumanidad es el peor de todos.

En medio de la vorágine de nuestro día, dediquemos hoy unos minutos para reflexionar acerca de lo que debemos hacer para frenar la propagación de esta enfermedad y, sobre todo, en lo que debemos hacer para evitar que quienes están infectados por el VIH sufran además los golpes de la humillación. El Sida es una enfermedad devastadora, es cierto, pero también es una invitación a la solidaridad.

Correo electrónico:

javier_fuentes@hotmail.com

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