Para bajarle el volumen al llanto que por estas fechas toma posesión mi alma, Querubín y yo nos unimos a los miles de autos que huyen hacia el mar por la Autopista del Sol -el camino más corto que sin embargo se hace eterno por las reparaciones que nunca terminan- y con sólo alguna parada impostergable en cualquier gasolinera del camino en las que fieles al tercermundismo, tienen siempre a una persona que insensible a mi urgencia, me detiene a la entrada de los baños: -Son tres pesos- dice, y me entrega tres méndigos cuadritos. ¡Qué triste papel¡
En fin, estaba en que para amenizar las horas de carretera que nunca se sabe cuántas serán, musicalizamos el viaje: ?Las Cuatro Estaciones de Vivaldi? y ?Las pequeñas naderías? de Mozart se repitieron hasta hostigarnos antes de llegar a la autopista, por lo que ya en Tres Marías, cambiamos de ánimo y optamos por los boleros y baladitas que acompañaron nuestra juventud y que inevitablemente me remiten a los años maravillosamente cursis de: ?Novia mía novia mía, cascabel de plata y oro ¡tienes que ser mi mujer! y ¡cómo no! claro que lo fui.
De ahí pasamos a ?Adoro, la calle en que nos vimos! Y no paramos hasta que ?Si has dejado de amarme, si no sientes besarme, yo lo comprendo?.
De ahí más o menos nos seguimos hasta que ?Una noche de copas una noche loca? mi esposito soltó la sopa y: escucha bien -me dijo- después de poner un disco de Lolita: que advertía que ?el cariño tan inmenso que guardaba para ti, lo voy a dividir, lo voy a dividir. ¿Ah sí? -le dije- y muy machita le dije: ?Ojalá que te vaya bonito? y me quedé cantando mal las rancheras: ¿Y Ahora cómo te olvido?
Pero como nada es para siempre y la vida no se detiene, la próxima parada fue en ?Tú, mi segundo amor...?, para descubrir que ?Contigo aprendí, que la semana tiene más de siete días?. Y así, de bolero en bolero llegamos hasta Chilpancingo y cansados de sufrir y de llorar, preferimos volver a Chaikowsky y a Vivaldi, y andaríamos por el Otoño cuando tomamos la carretera Panorámica donde la alegría del viaje encalló entre la interminable fila de autos que como nosotros, intentaban llegar a Acapulco. -Paciencia y amanecemos- recomendó el Querubín y después de algunas crisis de ansiedad angustia y desesperación, llegamos por fin a nuestra casita que es un departamento donde sólo el rojo de las Sandías que lo decoran, rompe la monotonía del mar que se mete por todas las ventanas.
La oculta intención del viaje, era lavar mis penas y pacificar el alma en el Pacífico. Era llorar y sentirme todo lo desgraciada que uno se puede sentir cuando ha sobrevivido a un año que inició marcado por la muerte y siguió con un cardiaco juego democrático que nos obligó a repensar la vida. La intención era desahogar en algo la frustración y la rabia que nos dejó a muchos la toma del Centro Histórico, el miedo de ver a nuestros hermanos con las manos levantadas amenazando: ¡Al diablo las instituciones! Pidiendo a gritos: ¡Revolución! ¡Revolución! El horror de ver a Oaxaca en llamas y presentir en eso una vuelta al más radical tercermundismo y al caos.
Pero está visto que en Acapulco nadie puede ser desgraciado del todo, y la noche de Navidad que había previsto pasar a toda lágrima, en vez de llorar sentí la necesidad de agradecer y de bendecir: el calorcito en el alma que me produce la cercanía de mis hijos y las risas de sus cabritos -porque están chiquitos. El abrazo tosco y fuerte con que me encierra el Querubín, mi país braceando fuerte para salir de las corrientes que pretenden empujarlo hacia el proceloso mar de las tempestades. La feliz y creativa locura de los escritores de Aviñón.
Los fieles amigos que me acompañan en el camino de las risas, pero también en los recodos de las lágrimas. Los enemigos que me obligan a fijarme donde piso. Los lápices, las plumas -especialmente mi Chaparra- el olor del papel, la paciencia con que me esperan los libros, el pan crujiente y el vino que no emborracha, pero alegra a la muchacha. La promesa de una nueva primavera, los proyectos para el año próximo; y la música. Siempre estará la música.
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