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Sobre la democracia/Animal político

Arturo González González

(Primera de dos partes)

Son tiempos electorales: de promesas, compromisos, buenos deseos, proyectos, futuros posibles, emotivos discursos, puños cerrados, dedos en “V”, candidatos abrazando a viejitos y besando a niños y demás bellas postales; pero también son tiempos de descalificaciones, insultos, apatía, soberbia, cambios de bando, piquetes de ojos, encuestas “buenas” y encuestas “malas”, mentiras, golpes bajos, campañas negras, declaraciones fáciles, acusaciones infundadas y otras artimañas. En fin, “son tiempos de democracia”, dicen los que pelean por la Presidencia y las curules, lo repiten en los medios y lo asimila parte del electorado. Pero, por qué no preguntarnos ¿es eso es la democracia? O ¿qué democracia que queremos? Es más, para empezar ¿qué es la democracia?.

Un poco de historia (aburrida para algunos, pero necesaria para todo). La democracia nació en la ciudad-estado griega de Atenas en la transición del siglo VI al V antes de nuestra era (a. n. e.). Hoy, poco más de 25 siglos después, la mayoría de los estados-nación del mundo, incluyendo México, dicen estar regidos por ese sistema de Gobierno. Pero, aunque la definición es la misma -poder del pueblo-, el modelo que refiere hoy dista mucho del desarrollado en la llamada “Era de Pericles”.

Las diferencias son sustanciales. Por ejemplo, en la polis ateniense sólo el varón nacido en la región del Ática y en la urbe, o sea en la patria, podía ser llamado ciudadano y, en consecuencia, gozar de plena libertad y derechos. Las mujeres, los extranjeros residentes (metecos) y los esclavos, vivían excluidos de la categoría de la ciudadanía: las primeras eran extensión de las propiedades del ciudadano -llámese padre, hermano o esposo- y por ende, totalmente dependientes de él; los segundos eran libres pero no tenían derecho de decidir sobre la vida pública, y los últimos, ni siquiera eran considerados personas.

Ahora bien, el gobierno de ese microestado era un derecho exclusivo del ciudadano, pero también era una obligación. El hombre libre debía involucrarse en todas las decisiones de la polis, es decir, tenía que hacer política, ser político. Esta facultad era inherente a su condición. Su responsabilidad cívica no se limitaba a elegir gobernantes (arcontes, consejeros y jueces) sino que, por lo menos, una vez en su vida debía ser nombrado como tal. Además, acudía a la asamblea en el ágora. Prácticamente le era imposible abstraerse del servicio público. El Gobierno, pues, estaba en manos de todos los ciudadanos, no de partidos ni de “políticos de carrera”. Y aunque había los primeros, no existían como los concebimos ahora, puesto que, precisamente, ser democrático significaba pertenecer al partido ídem, antagónico al aristocrático u oligarca (defensor del gobierno de los “mejores”), o al tirano o monárquico (adepto al gobierno de una sola persona).

Contrario a lo que hoy sucede, al menos en la forma, un estado no podía ser democrático y estar a la vez regido por un monarca o dirigido por una pequeña pero poderosa élite. Es decir: o gobernaba el rey o gobernaba el pueblo; o mandaban unos cuantos o mandaban todos. Para un ateniense del siglo V a. n. e. la pregunta ¿qué tipo de democracia queremos? era sencillamente impensable, porque sólo había una democracia posible.

Hoy, el concepto de democracia no es tan claro como antaño aunque la mayoría tiende a reducirlo a la idea de la elección de gobernantes a través del sufragio universal. Ahora tenemos países autollamados democráticos como Estados Unidos en donde dos partidos (el republicano y el demócrata) se turnan el poder; o como Cuba, en donde una sola persona se ha mantenido en la presidencia desde hace más de medio siglo; o China, en la que un partido ha controlado el poder político desde décadas atrás. Pero también hay monarquías constitucionales, repúblicas presidencialistas, representativas, parlamentarias, populares y federales; todas ellas democráticas.

México, en la constitución de 1917, se define como una república democrática, representativa y federal. No obstante, antes de 2000 y desde 1928, un solo partido gobernó el país: primero bajo el nombre del Partido Nacional Revolucionario, luego del Partido de la Revolución Mexicana y, posteriormente, Partido Revolucionario Institucional. La democracia en México era patrimonio de una organización que todo, o casi todo, controlaba: sindicatos, empresas, instituciones, cámaras, asociaciones campesinas, comunales. Poco a poco, los espacios en la cúspide del estado se fueron abriendo para actores de partidos distintos al oficial. Las alcaldías, congresos locales, gubernaturas, curules del Senado y la Cámara de Diputados, empezaron a ser ocupadas por panistas, cardenistas, perredistas, petistas y ecologistas, hasta que la larga carrera de la alternancia (para unos iniciada en 1968) llegó a su fin el dos de julio de 2000 con el triunfo del Partido Acción Nacional.

Hoy, nuevamente, es posible que triunfe un candidato de un partido que nunca ha estado en la Presidencia de la República. Pero, ¿por eso podemos decir que México es más democrático que antes o que otros países? ¿según quién? ¿bajo qué parámetros? De eso escribiré la próxima semana.

Correo electrónico: argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx

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