El año concluye mañana y es un alivio. Sin embargo y en estricto rigor, este año no empezó ni terminará en las marcas de su calendario. Empezó antes y terminará después. Los problemas que cifraron su curso no están resueltos. Como quiera, es un alivio dejar caer la hoja del calendario. A lo largo de 2006, el país transitó más de una vez por el filo de la navaja y, por momentos, estuvo a punto de resbalar. Se arrostraron peligros mayores y, si bien no desembocaron en lo peor, no pueden darse por conjurados. Si, en verdad, se quiere consolidar la democracia, fortalecer el Estado de Derecho e impulsar el desarrollo, es menester reconocer este año.
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El desafío del crimen organizado, la descomposición del régimen político y la polarización político-social del país, fenómenos vistos con desdén, indiferencia y alentados con perversidad desde la misma Presidencia de la República que encabezó Vicente Fox, colocaron al país en el filo de la navaja. Esos tres problemas se arrastran desde hace ya bastante tiempo, no están resueltos y, por más que se reclaman, faltan los acuerdos y los compromisos políticos necesarios para encararlos y darle perspectiva al país. La instalación del nuevo Gobierno hace pensar en mejores tiempos. Pero sin esos acuerdos y compromisos, cualquier incidente puede desvanecer la nueva esperanza y colocar de nuevo al país en el filo de la navaja.
La responsabilidad del Gobierno en el impulso para alcanzar esos acuerdos y compromisos es indudable, pero éstos no dependen sólo de su actuación. Involucra al conjunto de los actores políticos y los factores de poder que, en estos días, dejan ver un ejercicio del poder no sólo abusivo sino desprovisto de todo escrúpulo y sin respeto algunos por las más mínimas normas de urbanidad política. El problema no sólo es de Leyes, también tiene mucho que ver con la cultura, la conducta y la actitud políticas. Imaginar que 2006 pudiera prolongarse demasiado sería una pésima noticia porque su prolongación se traduciría en el reblandecimiento de las instituciones que de por sí resultaron dañadas.
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El desafío del crimen organizado exige no sólo decisiones y acciones de índole policial desplegadas por el Gobierno; exige un respaldo político y social. La reseña en detalle de las ejecuciones y decapitaciones vistas a lo largo de este año provoca escalofríos, no sólo por la violencia supuesta, sino por la saña y la tortura con que se practican, dejando ver un absoluto desprecio por la vida. El desafío del crimen organizado tuvo un giro este año, no se planteó el control de las rutas del crimen. Fue mucho más allá, se planteó el dominio de territorios. Y, dicho con franqueza, no sólo en Michoacán hay regiones sustraídas al Estado de Derecho. Son varias las entidades que registran ese problema.
En ese campo, hay un divorcio entre la política política y la política policial. Se ha delegado en las corporaciones policiales la responsabilidad del problema y es preocupante, valga la expresión, la ?policialización? de la sociedad. La sociedad no se politiza, se policializa. Y lo peor, se aplaude la circunstancia. El problema es estructural y cultural. La falta de respeto a la Ley se ha convertido en una industria, en más de un sentido. En esa materia, no puede haber diferencias. Se trata de preservar el terreno y la atmósfera para desarrollar la política. Hasta ahora, el Gobierno tomó ya una acción pero, si esa acción no encuentra el amparo y el respaldo del conjunto de los actores políticos, puede quedar en un acto espectacular en vez de en una acción sostenida por el conjunto de Estado. El boomerang podría regresar con mucho mayor fuerza.
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En el terreno de la descomposición del régimen, hubo un fenómeno no nuevo, pero sí reiterado: en más de una ocasión, la natural solidaridad entre la clase política se transforma en un juego de complicidad. Si estructuralmente el régimen exige un replanteamiento en muchas de sus instituciones, no menos exige el replanteamiento de algunos instrumentos básicos de la actividad política. En todas las fuerzas políticas tuvieron registro actos y conductas que reclamaban, precisamente, de esas fuerzas una condena y una sanción a quienes los cometían. Pero no fue así. En cierto modo, los partidos políticos canjearon entre sí abusos y atropellos, en algunos casos imperdonables, a fin de mantener o colocar en determinados puestos a personajes que no tendrían que permanecer o llegar a esos lugares. El comportamiento de ex gobernadores y gobernadores tales como Arturo Montiel, Mario Marín y Ulises Ruiz es la expresión más acabada de esa idea de que la solidaridad se hace sinónimo de complicidad.
El primero tendría que encarar el reclamo ciudadano sobre su enriquecimiento inexplicable y los otros, simple y sencillamente, deberían haber dejado el cargo. Esos tres personajes son, precisamente, la expresión de un régimen que no resiste más. El punto es que ninguno de los partidos reaccionó con la suficiente decisión y fuerza para expulsarlos del territorio de la política. No lo hicieron porque, dentro sus filas, saben quiénes se encuentran en las mismas condiciones y, entonces, la indiferencia frente al agravio es la fórmula con la que preservan ejemplares que, en forma alguna, tienen derecho a influir o decidir en relación con asuntos públicos. Si en la descomposición del régimen político no hay una intervención seria por parte de los actores, escenarios tan brutales como el desplazamiento de la clase dirigente podrían volverse no deseables, pero posibles.
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La polarización político-social es menester atemperarla tanto sobre la base de un principio de reconciliación como también sobre la base de emprender políticas que abatan la desigualdad social. Si la intención de los partidos políticos es seguir colocando sobre la mesa del debate nacional las diferencias entre pobres y ricos, no habrá por qué sorprenderse del incremento de la violencia política.
En el fondo, el desencuentro de este año resultó barato frente a lo que podría haber provocado. El mensaje que se mandó es que la vía institucional y legal no siempre arroja los resultados esperados y, entonces, se dejó entreabierta la puerta de la tentación armada. Una puerta que, a la postre, no conduce a un mejor destino. De ahí que es preciso trabajar en el campo político y el campo social para atemperar ese problema que históricamente ha marcado al país. Una cosa es encontrar en las diferencias la posibilidad de enriquecer los acuerdos, otra muy distinta encontrar en ellas la ocasión del enfrentamiento.
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Las alertas sobre el peligro de la violencia y el desencuentro no están apagadas. Varios focos advierten la necesidad de trabajar rápida, decidida y conjuntamente para conjurar los peligros. El año deja caer la última hoja del calendario, pero no marca -por más que se quisiera- su término. Como sea, es menester salir de este 2006 para en verdad darle la bienvenida a un mejor año y un más próspero futuro.
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