El país vive o sobrevive al día. Su horizonte apenas llega a la fecha del próximo conflicto y, así, sexenio tras sexenio, pierde la oportunidad de levantar un mapa y trazar la ruta que lo conduzca a un mejor futuro.
Sexenio a sexenio se lanza un supuesto Plan Nacional de Desarrollo que, en el fondo, es un homenaje a los archivos porque, al final, el reporte es el de un país que nunca sabe a dónde se dirige. Nada más cumple con la liturgia de una religión sin creyentes. Desarticulada la acción gubernamental de la de los partidos, ésta de la de los sectores productivos y ésta del sector educativo, cada entidad o institución, actor o factor termina por jalar adonde el sentido común o el interés particular le dicta y, a veces, ni el sentido común encuentra espacio entre quienes pueden orientar el rumbo.
Así, los ochenta quedaron como la década perdida; los noventa, como la del jalón que desequilibró el desarrollo interno frente a la apertura; y los años que corren pueden quedar como los del desencuentro que colocó al país al borde de la fractura.
Es el cuento de un país con historia pero incapaz de armonizar tradición y modernidad así como de resolver y acordar en conjunto su destino, aferrado a la ilusión de que el próximo Gobierno siempre será mejor que el anterior para, invariablemente, concluir que el anterior era mejor que el siguiente. Un país donde la gente asume la ciudadanía diez horas al sexenio –el tiempo de apertura y cierre de las casillas electorales– para después desentenderse del país y, sin querer, de sí misma.
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Es claro que sin mapa, ruta ni coordinación en la marcha de la nación en su conjunto, nunca se llegará a donde se sueña. Sin embargo, cada seis años, se emprende jubiloso el desfile hacia el próximo desastre que aleja de más en más el entendimiento, el esfuerzo y el sacrificio nacional para pensar y realizar el país en grande.
Por eso, la administración de la abundancia terminó en un problema financiero de caja; el saneamiento de las finanzas en acuerdos económicos cortoplacistas sin solución al empleo y el salario; el supuesto ingreso al primer mundo en el estallido de la inconformidad social armada; la corrección del “error de diciembre” en el sacrificio de la reforma del Estado; la alternancia política en la pérdida de la consolidación de la democracia..., cada fin de sexenio, entre crisis económicas, políticas, sociales o combinadas, el país flota en la mar de la mediocridad, donde ni se declara náufrago ni lobo de mar.
En el país casi nunca se levanta la vista. No, se mantiene fija en la coyuntura y jamás en la estructura. Y ahí, todos metidos en la coyuntura, se busca salida al problema en turno y se aplaza la solución de fondo. La filosofía es simple: lo mejor es que no ocurra nada porque, en la cultura del subdesarrollo, ésa es la estabilidad segura. ¡Vaya principio!
En esa lógica, se pierde un aeropuerto, se desperdicia el bono democrático, se explota mal tal yacimiento, se archiva la reforma hacendaria, se importa gasolina, se pierde la vida en la ruleta del crimen, se despilfarran los excedentes, se liberan ambiciones sin sustento, se pierde competitividad, se aplazan las reformas...
El país se empeña en evitar que ocurran cosas, pero no en provocar que sucedan cosas buenas.
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Si se mira más atrás del dos de julio, el país se la pasa buscando salidas al problema del día. No entradas al porvenir, nomás salidas al presente mientras se huye del pasado. Se vive y sobrevive en fuga.
Salida a la queja de Estados Unidos por la violencia del narcotráfico, instrumentar un programa de propaganda sostenida. Salida al malestar por la inseguridad pública, señalar que las ejecuciones son entre criminales. Salida a la red de pederastas que quiebra a más de un político, argumentar que las grabaciones telefónicas no constituyen prueba legal. Salida a la verborrea presidencial, poner sus dislates en boca del portavoz. Salida al desgobierno en Oaxaca, manifestar profundo respeto al federalismo para después ni siquiera saber cómo meter las manos. Salida a la ceremonia del Informe, dejar en el hall o en hold al presidente de la República. Salida a la ceremonia de El Grito en Palacio Nacional, cancelar la ceremonia.
Todo es encontrar salida a los problemas, nada es encontrar entrada a las soluciones.
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Harta la incapacidad de pensar en grande, de asumir el sacrificio para darle perspectiva a una nación con posibilidades pero que dilapida el tiempo y expulsa a sus mejores hombres y mujeres, brazos o cerebros, a donde haya oportunidad de vivir más dignamente o sobrevivir al menos.
Cada crucero, cada semáforo significativo al menos de la capital de la República clama que algo no funciona. Hay uno al sur de la ciudad, Parroquia y Universidad, impresionante como muchos. En ese sitio alguien deposita, entre las jardineras del camellón, un tronco humano, un hombre sin brazos ni piernas que implora con la vista a los automovilistas para que le arrojen una moneda. Le compite un hombre ya mayor, encorvado por los años, vendiendo ramilletes de flores a quien se deja; un joven, de seguro con mal de Parkinson, que en el descontrol de su cuerpo parece irse contra los carros en el afán de limpiarles el parabrisas. Y, desde luego, está un anciano con oficio de voceador y una estela de jóvenes que venden una colección de chucherías, o bien, reparten volantes de publicidad... Circunda a esa corte de marginados un supermercado de la cadena más grande, un almacén del tercer hombre más rico del mundo y un centro comercial con tiendas de marca y otros establecimientos no menores. Es un contraste. Además, ese crucero se distingue en el ranking de las esquinas con más alto índice delincuencial.
De esos cruceros hay muchos en la República. No son puntos de encuentro, sino de desencuentro entre la ciudadanía.
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Estamos en la acostumbrada crisis de fin de sexenio. Va de nuevo el cuento pero, antes de repetirlo, es hora de que los principales protagonistas del momento, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, entiendan que de contado el cuento aburre, harta, fastidia y no hay por qué contarlo de nuevo.
Hoy, Andrés Manuel López Obrador va a tomar una decisión para sí y para quienes lo siguen. Vale la Convención como salida del plantón que por naturaleza lo inmoviliza, vale la Convención como la búsqueda de la representación y denominación que requiere para continuar en pie de lucha si, en verdad, quiere dar la lucha por encontrar la entrada a un futuro cierto. Vale como todo eso, pero no como una asamblea que lance como novedad el viejo recurso del gobierno paralelo o el presidente legítimo que, al final, se diluye en la sombra de lo que pudo ser pero no fue nunca.
A su vez, Felipe Calderón tiene que salir de la idea de encarnar al candidato triunfante de un partido para, en verdad, asumir la investidura del jefe de un Estado ansioso por dejar oír el cuento que parte de la ilusión y termina en la frustración. Hasta ahora, su discurso no deja ver si quiere ser un presidente de la República, interesado en darle entrada a la nación en su conjunto, a la nación toda, a un mejor futuro.
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Es hora de elaborar el mapa, la ruta y el itinerario para salir del cuento y construir historia.
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