Advertencia: Este texto no es apto para quienes entienden la política como un torneo de fuerza; para quienes confunden una elección con una eliminación; para quienes reducen la democracia a la sola expresión electoral; para quienes consideran que un cuarto de millón de votos, de un universo de casi 42 millones, es un cheque en blanco; para quienes pregonan que a la fuerza del derecho sigue el derecho de la fuerza; para quienes resisten sin saber qué resisten; para quienes descuentan de la política el valor de la conciliación y el entendimiento. No es apto para fanáticos y extremistas de derecha e izquierda interesados en dinamitar la convivencia civilizada entre los mexicanos. No lo es porque se van a subrayar las coincidencias y no las diferencias entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador y, entonces, la lectura puede provocar irritación y molestia en la parte alta del dogma. Es probable, desde luego, que muy pocos lo lean... pero esos pocos valen mucho la pena.
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Felipe Calderón no es Vicente Fox como tampoco Manuel Espino, no es un pragmático sin escrúpulos políticos ni un fanático adscrito a una secta. Andrés Manuel López Obrador no es Cuauhtémoc Cárdenas como tampoco el subcomandante Marcos, no es un reformista sin impulso ni un guerrillero desarmado. Tienen su propia personalidad y son hombres de convicciones con larga trayectoria. No son advenedizos en la política y, por lo tanto, entienden los juegos de poder y pretenden éste pero dándole un sentido a su ejercicio. Tienen por denominador común el saber dar la batalla en el campo de las adversidades y, de eso, uno y otro han dado muestra constante. Felipe no era el delfín presidencial y, a pesar de ello, supo y pudo imponerse. Andrés Manuel era y es el hombre en que un sinnúmero de intereses cebaron su fuerza para eliminarlo. Denominador común del signo de su adversidad era y es Vicente Fox, la herramienta de quienes insisten en entramparlos. Comparten también hoy un problema. Están prensados por la polarización que a veces adrede, a veces sin querer desataron y que, más de una vez, les fue impuesta. Hoy, los grupos radicales de sus simpatizantes los atenazan y podrían llevarlos a tomar posturas y emprender acciones que no necesariamente aparecen en el credo de sus convicciones. Y ambos, aunque parezca absurdo, se necesitan para salir de la esquina donde algunas fuerzas quieren confinarlos. La esquina que marca el lugar donde podrían ver frustrados sus más caros, sus mejores anhelos y donde podrían verse derrotados. Ambos se necesitan para salir de los extremos y buscar el área donde, sin renunciar a sus convicciones, puedan replantear los términos del juego político que, bien llevado, podría significar la oportunidad de construcción de un modelo de desarrollo político y económico que amplíe la democracia más allá del campo electoral y reduzca la desigualdad social que, desde hace siglos, lacera la convivencia en el país. En política los contrarios se necesitan. Ninguno puede prescindir del otro. Son nada, si no hay contraparte. En la política, mucho de simbiosis hay entre la posición y la oposición y, en una y otra condición, el equilibrio es parte fundamental del juego para, en un momento, cambiar los roles. Si se pierde el equilibrio, se pierde el juego y, por consecuencia, la violencia encuentra espacio. A ninguno de los dos se les pide renunciar a sus convicciones y pretensiones. No se trata de que alguno de ellos guarde sus banderas. Se trata simplemente de reconocer esa área, la intersección donde se dan las coincidencias.
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Si se mira con más inteligencia y menos pasión lo que Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador han venido planteando después del dos de julio, es claro que -más allá del tono, el modo y el volumen de las estridencias y los silencios- hay intersecciones donde -si se quiere, aun a su pesar- se advierten coincidencias. Puede uno quedarse con la idea de que Andrés Manuel radicaliza de más en más el discurso. Que pasó de la proclamación de la victoria al reclamo de “limpiar” la elección y, de ahí, al recuento voto a voto para, luego, manifestar el propósito de “purificar” las instituciones. Luego, vendría la tentación -no tan novedosa en México, por cierto- de autoproclamarse presidente e integrar su propio Gobierno, o bien, construir y encabezar un movimiento de resistencia nacional para transformar el régimen. Puede uno quedarse con la idea de que la línea del discurso de Felipe Calderón es un constante zigzag. A veces tiende la mano abierta y a veces cierra el puño. A veces ensalza a “los pacíficos” contra “los violentos” y en ocasiones ve en los grandes problemas nacionales al enemigo y no en Andrés Manuel. A veces advierte, por encima de sus tres prioridades -empleo, combate a la pobreza y seguridad pública-, la urgencia de iniciar “una profunda revisión del régimen democrático de México” porque, si bien hay avances, “nuestro sistema electoral muestras signos de agotamiento”. Si se hacen a un lado estridencias, resbalones y arrebatos, hay dos grandes áreas de oportunidad donde Felipe y Andrés Manuel coinciden y pueden encontrarse si, uno y otro, son capaces de zafarse de los grupos extremistas de sus respectivas formaciones y dan muestra de nuevo de su capacidad para reinventarse.
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La primera coincidencia se da en el propósito de transformar las instituciones que establecen la relación entre los poderes y la convivencia entre los mexicanos. Felipe y Andrés Manuel tienen clara conciencia al respecto. En sus respectivos discursos del domingo seis y del lunes siete de agosto, la coincidencia es evidente. Ambos plantean una reforma política, necesarísima para la construcción de acuerdos nacionales. La segunda coincidencia está en el campo de la desigualdad social y el combate a la pobreza. Felipe y Andrés Manuel reconocen el problema. Felipe en el discurso señalado como también anteayer ante especialistas de salud. Andrés Manuel en el punto cuatro (inciso uno) de los cinco objetivos del programa básico del plan anunciado el domingo pasado. Esas dos intersecciones abren una perspectiva de solución a la crisis que amenaza al país... y a Felipe y Andrés Manuel. Desde luego, hay diferencias, muchas y muy profundas, pero ahí está un punto de partida. Por eso hay que jalar al centro, nada más hasta donde se pueda, a Felipe y Andrés Manuel. Un presidente constitucional pero débil o un presidente legítimo pero ilegal, no le dan perspectivas al país. Felipe requiere la fuerza y la presión social que Andrés Manuel representa para reequilibrarse frente a los poderes fácticos y mediáticos que lo atenazan. Andrés Manuel requiere de la institucionalidad y la legalidad de Felipe para recolocarse en el juego y construir verdaderamente ese movimiento. Uno y otro se necesitan para plantearse el cambio de régimen que el país exige si, en verdad, se trata de reponer el horizonte del desarrollo político, económico y social del país. No hay nada de romanticismo en el afán de impedir que Andrés Manuel se autoproclame presidente para convertirse en una leyenda sin destino, ni en el afán de impedir que Felipe crea que basta el certificado de su elección para contar con la fortaleza que requiere un presidente de la República.
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