Tenochtitlán no se fundó el pasado dos de julio, sino un poco antes. En otras palabras, el actual y largo proceso electoral no empezó ni terminó el dos de julio. Tiene algo más de historia. Por eso enfada el afán de mirar con microscopio esa jornada como si ahí estuvieran todas y las únicas claves para descifrar lo que hoy nos pasa y se resista la idea de sacar también el telescopio. No se quiere mirar retrospectivamente el problema y por lo mismo, no se le quiere dar perspectiva a la solución.
Ese día no hubo, como algunos quieren anunciarlo, “una elección ejemplar”, aunque tampoco hubo, como otros quieren denunciarlo, “el gran fraude electoral”. La realidad es más compleja y mientras no se atienda y entienda en su justa dimensión, el país no va a salir de la confrontación que lo lleva al patíbulo de la violencia. Es hora de mediar, no de partir. De acercar, no de alejar los polos. De ver el horizonte y salir del límite.
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Tan dado a la simulación, en este país todos, absolutamente todos los actores políticos se presentan como hombres o mujeres de profunda vocación demócrata que no practican porque siempre, ésa es la justificación, las circunstancias los obligan a comportarse como auténticos caníbales. Un canibalismo que invariablemente cargan a la cuenta del otro -del adversario- porque éste supuestamente les impide enfundar los desencuentros o los arreglos bajo cuerda o los chantajes que mantienen al país como rehén. En ese juego de simulación, todos se desgarran las vestiduras, todos claman contar con la razón histórica aunque, en el fondo, ninguno de ellos cree en la historia y mucho menos en el porvenir.
En el mejor de los casos, creen en el presente porque les consagra una porción grande o chica de poder aunque, realmente, no sepan para qué quieren ese poder. Lo gracioso de su modo de ser es que algunos de ellos se conforman hasta con rebanadas de no poder.
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En estos días, la simulación minimiza o exagera los días anteriores a la jornada electoral donde los excesos marcaron el tono del discurso y las operaciones desaseadas oficiales y extraoficiales marcaron a la política. Se promovió la eliminación, no la elección. En el fondo, esta es la segunda vez que los ciudadanos votan en contra y no a favor de un candidato o proyecto. Curiosa forma de elegir. En estos días, la simulación borra el pasado inmediato y mediato y arrebata la posibilidad de reflexionar en serio y mirar el horizonte. No se ve el horizonte, se ve el límite y ahí, en el pretil del desfiladero se protagoniza un concurso de fuerza, donde los argumentos se cifran en las consignas revolucionarias y las tentaciones autoritarias que, por igual, amenazan a la democracia que todavía no es.
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Irrita profundamente que los actores principales se hagan de la vista gorda de lo que realmente hicieron a lo largo de la campaña. Sacaron de debajo del tapete la desigualdad social que vulnera al país desde la época colonial y la pusieron en la boca de las urnas, creyendo ingenua o perversamente que el tres de julio todo mundo se iba para su casa y al amanecer aplicaría la consabida filosofía tan mexicana del “aquí, no pasa nada”.
Esta vez sí ocurren cosas, los actores abanicaron los agravios sociales acumulados cuando menos durante los últimos 30 años y -desde la plaza pública o el despacho privado- los animaron a expresarse y ahora, no saben bien a bien qué hacer con sentimientos y resentimientos sociales acumulados. Si bien el saneamiento de las finanzas públicas, la privatización del sector público de la economía, la apertura económica del país tuvo efectos indudablemente positivos, también tuvo un efecto terrible sobre amplios sectores sociales.
Saneamiento fue recorte de empleo y contención de salarios, privatización fue reparto opaco de privilegios, apertura fue arrasamiento de medianas y pequeñas empresas, rescate de banqueros fue entierro de deudores. La parte del malestar social se puso irresponsablemente en la boca de las urnas y hoy no se quiere reconocer el tamaño del problema. Se puso y se quiere desconocer otro problema.
Sexenio a sexenio, al menos desde Gustavo Díaz Ordaz, la transmisión del poder es sinónimo de crisis. Ahí están los hechos. El cierre del diazordacismo marcado por la represión, el cierre del echeverrismo marcado por el rumor del golpe de Estado, el cierre lopezportillista con problemas financieros hasta de caja, el cierre del delamadridismo con fraude electoral, el cierre del salinismo con infinidad de errores (no sólo el de diciembre) y homicidios. Curiosamente, la única transmisión del poder sin grandes problemas fue precisamente la de Ernesto Zedillo, una transición de terciopelo que Vicente Fox convirtió en lija. Ahí está la historia larga y corta de un país que -pese a sus avances- tiene un problema en el traslado del poder entre partidos del mismo sello o distinto. La historia corta es la de la campaña que no resume el dos de julio. Si no se toma en cuenta la historia, es muy difícil proyectar el futuro.
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Lo más grave de esa miopía es que, aun hoy, en el borde de la crisis se insista en profundizar ésta. El señor presidente de la República declara un día que va a actuar cuando tenga que actuar (dejando sentir gran admiración por Gustavo Díaz Ordaz) y otro día convoca al diálogo (queriéndose equiparar con Javier Barros Sierra). Por favor, una cosa es ser muy alto y otra muy distinta tener estatura.
Vicente Fox insiste en creer que su participación en la campaña dejó intacta la investidura presidencial. No es así. Hoy, tenemos un presidente de la República desahuciado y es que no se puede convocar al diálogo luego de haber protagonizado, durante años, el monólogo de la ocurrencia, la ignorancia y la perversidad política.
Un día Felipe Calderón se conduce como Manuel Gómez Morín y al siguiente lo tienta la personalidad de Manuel Espino. Un día Andrés Manuel López Obrador se mide con Benito Juárez y al siguiente se comporta como el Mosh, aquel ultra del CGH. Eso sí, todos aseguran ser hombres de profunda vocación democrática.
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Que los actores principales de la crisis no sepan cómo conducirse, no obliga al resto de los factores o grupos de poder y mucho menos a la sociedad a seguir sus pasos. Puede gustar o no, pero con esos actores hay que trabajar. A esos actores hay que presionar para que salgan de la dinámica de la confrontación y meterlos en el carril de la negociación y el acuerdo.
Es la hora de mediar, no de partir. Por eso, factores y grupos de poder deberían salir del juego de la simulación, de la idea de la victoria y la derrota, ver en retrospectiva el problema para darle perspectiva a la solución. Puede parecer absurdo o descabellado pero aun hoy, en la tensa circunstancia, hay un reducido resquicio para darle perspectivas al país. Esos agravios sociales que se pusieron en la boca de las urnas exigen una reconsideración de fondo sobre el modelo del país al que la nación en su conjunto, toda, no sólo esta o aquella otra parte, puede aspirar.
Eso exige mediar y construir para alejarnos de la idea de contratar granaderos de ocasión o ultras arrojados para ver quién puede más. No se trata de ver quién puede más, sino quién puede lo mejor. Es hora de mediar, no de partir.
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