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¿Solamente los dioses infligen castigos?

Magdalena Briones Navarro

Imagino que ante la majestad del Universo a los primeros hombres no les quedó otra cosa que intuitivamente medir su propio minúsculo tamaño y poder, con la dimensión inmensa e inescrutable del escenario, insondablemente esférico, que los contenía y los comandaba.

El entorno, maravilloso y terrible, consolador y amenazante, les resultaría fascinante e ineludible.

Por siglos, la importancia del Agua, del Sol, del Aire y de la Tierra fue tan manifiesta que en todas las culturas se les consideró sagrados y fueron representados por símbolos de máximo valor y significación.

El culto atendía las más extremas polaridades de estas divinidades: todas eran dadoras de vida y muerte, señaladamente la Tierra, Diosa Madre, tan obviamente ligada a la vida y a la muerte, cíclica e infinita.

El hombre, con el cual ellas jugaban como “canicas en el cuenco de su mano”, debería rendirles pleitesía, obsequiarlas, tenerlas contentas.

Para ello interpretaba signos, oráculos ¿qué querían, qué ordenaban? y los homenajeaba con lo que consideraba bello y bueno: valioso.

Los héroes fueron resultado del ayuntamiento de las divinidades con seres humanos, quedando así protegidos y alcanzando no la inmortalidad, pero sí grandes destrezas y poder sobre sus adversarios; poder que fluctuaba según el interés o el desgano hacia el héroe y su causa y las intrigas y confabulaciones que existían o se suscitaban entre los dioses. Esto es ampliamente ejemplificado en La Iliada.

Otros hechos sorprendentes han sido narrados casi mundialmente: uno, el Diluvio Universal.

En la Epopeya de Gilgamesh (Sumaria, 2,700 a.C.) se dice que duró siete días y siete noches. El superviviente elegido es Ut – Napishtim y su familia. La Biblia (Génesis) relata: “Viendo Yahvé cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra…. (Se arrepintió de haberlo hecho y decidió)…. “Voy a exterminar al hombre… a los animales, a los reptiles y hasta las aves del cielo, pues me pesa de haberlos hecho”.

Sin embargo, Noé halló gracia a los ojos de Yahvé. El fenómeno en esta narración dura cuarenta días y cuarenta noches. Finalmente recomienza la vida sobre la Tierra. Existen relatos más recientes de “diluvios” alrededor del mundo, en África, América, Brasil, California, México; Australia Occidental, Nueva Guinea y muchos más.

Los castigos deícos para el hombre individual son múltiples, siendo el más terrible: quedar para siempre a obscuras en regiones tenebrosas, “donde no hay puertas ni ventanas”. Pero cuando el desconsuelo y el enojo desbordan la paciencia divina, no queda más que destruir la humanidad para inventar otra mejor (Soles Azteca y otras mitologías), o como ya se señaló, escogiendo personajes selectos que funden dinastías más valiosas.

Pregunto: ¿cuál es el punto de equilibrio para no desatar la ira de los dioses y de los hombres?

Todas las culturas han cosechado mentes brillantes de logros múltiples. Como otras, la occidental, de nuevo cuño y apoyándose en el saber acumulado, monopoliza aquéllas creativas, a través de otras bien pagadas al servicio de quienes por fuerza o de grado administran los resultados de la acumulación de bienes. Llámense faraones, reyes, presidentes o lo que se quiera, concentran señorío ilimitado sobre quienes gobiernan.

Hay dos clases de líderes, los que obsequian su vida en aras de la seguridad y el bienestar de su colectividad y los que se sirven de la vida colectiva para perpetuarse. Ambas lecturas existenciales y sus obras se transparentan más allá de sus discursos. Aunque quede algún respeto por lo primeros, es difícil imitarlos en una cultura como la actual donde se estima imposible desprenderse de algo sin cobrar por ello.

Los segundos, exageradamente frecuentes, encumbran su imagen más allá de las fuerzas y dimensiones cósmicas. Todo está para servirlos, naturaleza y hombres. Son totalmente excluyentes, sin considerar que la exclusión es principio de disgregación forzosamente desequilibrante para ambas partes y finalmente para el conjunto.

Segmentar la humanidad en categorías sociales, genéricas, etcétera, implica negar la valoración colectiva, necesaria para la supervivencia de la especie y de la vida.

Se manifiesta por doquier la necesidad de humanizarnos, ¿Cómo, si el hombre ha pasado a ser una mercancía, una tecla reemplazable dentro de la maquina maestra?, ¿cómo, si lo público, lo social y la naturaleza están cada vez más distantes y contrapuestos?, ¿cómo, si se quiere el progreso y a la vez se pretende disminuir el presupuesto a las Universidades públicas? ¿se desea la idiocia colectiva para señorear sobre ella sin tapujos?

Estamos cerrando puertas y ventanas. La cólera divina será innecesaria; nuestra necedad está extinguiendo ya lo más valioso de la existencia y de nuestra ya menguada luz.

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