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Teodoro y las estrellas

Federico Reyes Heroles

“Hacer lo mejor posible eso que sabemos hacer”, hacerlo todos los días, hacerlo siempre, “ésa es la verdadera responsabilidad”. Su propia sentencia lo perfila, pero es insuficiente. Por supuesto que ha hecho las cosas bien, ha sido responsable, pero ha ido mucho más allá, ha tomado al riesgo como sistema de trabajo y a tal actitud se le denomina vanguardia. En el fondo hay en él algo de rebeldía, de huida al tributo fácil, de búsqueda de nuevas salidas a viejos problemas, de pasión por la modernidad. De ahí la juventud de Teodoro González de León en sus 80 años.

Nació al amparo del Ángel de la Independencia, en Río Tíber y Reforma, pero pronto las vicisitudes de la numerosa familia los trasladaron a San Ángel, a una casona de la familia Prieto de estirpe acerera pero sobre todo musical. Allí crecería Teodoro y por ello será testigo de la edificación, en 1929 y 30, a unos cuantos metros de donde habitaba, de la casa-estudio de Diego Rivera de Juan O’Gorman. La madre escandalizada por los colores, el niño fascinado por la novedad. La calle sería su territorio favorito, el dibujo su mejor distracción.

Lo recibe San Carlos, la gran academia con su patio central como hogar de piezas de cultura clásica. Las largas caminatas a su nuevo domicilio en la Hipódromo le facilitan apropiarse de su ciudad. En San Carlos conoce a Carlos Lazo, a Obregón Santacilia a Mario Pani. La fortuna, las estrellas, lo llevan a trabajar con personas que admira. La edificación de Ciudad Universitaria sería el gran laboratorio arquitectónico y Teodoro estará junto a Carlos Lazo. De allí a Francia con Le Corbusier a sumergirse en el urbanismo y la vivienda popular para regresar a México y comenzar una carrera de éxitos. González de León toca hoy la vida cotidiana de millones de mexicanos que desde el interior o como simples espectadores gozan de su arrojo e inteligencia. La lista no tiene fin: conjunto habitacional Mixcoac, la sede del Fondo de Cultura Económica, la remodelación del Colegio Nacional, el Museo de Sitio de Tajín, el Conservatorio Nacional de Música, la sala mexicana del Museo Británico, las embajadas de México en Belice, Guatemala, Alemania, el edificio Arcos Bosques conocido como “El Pantalón”, el Museo de Arte Popular o la fantástica librería del FCE en lo que fuera el cine Lido.

Pero de nuevo las estrellas le dieron otro privilegio mayor, toparse con quien fuera su socio, pero sobre todo su amigo: Abraham Zabludovsky. El encuentro de dos grandes talentos no podía fallar, de sus mentes nacieron El Colegio de México, el Museo Rufino Tamayo, la Universidad Pedagógica, las oficinas centrales de Banamex, la remodelación del Auditorio Nacional y muchas otras edificaciones que muestran su inconfundible troquel.

La lista de premios nacionales e internacionales obtenidos por González de León son todos o casi. Pero eso no ha doblegado la rebeldía original. González de León es un gran juguetón que se desnuda cuando con fruición explica algún proyecto. Sus inquietos ojos claros brincan de un lado al otro tratando de compartir un desfile interno de imágenes que sólo él ve. Habla de los volúmenes, de los materiales, de las impresiones que habrán de llevarse los futuros visitantes. Uno de sus argumentos centrales, casi una obsesión, sana obsesión, es la calidad de vida que se genera a partir de los espacios públicos. Sin espacios públicos de calidad no hay convivencia que valga. Ni la riqueza salva.

Convencido de que la Ciudad de México quedó trunca en el desarrollo de sus edificaciones republicanas, Teodoro defiende el necesario carácter monumental de ciertos continentes que condicionan al contenido. Igual puede ser un tribunal, que la sede de un poder, que el pórtico de un auditorio o un museo de sitio. Todo espacio público debe girar alrededor de la dignidad del usuario, dignidad que debe ser resaltada, enfatizada, para no olvidar el fin último de toda edificación: la persona. Así este gran arquitecto mexicano ha desplegado toda una concepción de la luz en los grandes espacios, de la sobriedad de los materiales y de una notable economía de las líneas que puede ser estudiada en Obra Completa con dos excelentes ensayos introductorios de Miquel Adría y William Curtis.

Pero todos los premios, los libros e incluso las huellas arquitectónicas no describen a la persona, al apasionado conversador que fija la mirada y no permite escapatoria, al argumentador incansable. González de León es un hombre de una gran cultura que se pasea con comodidad por la historia, la literatura y por supuesto la música. Discreto gran melómano Teodoro es capaz de reconocer versiones o recordar con precisión errores. De sensibilidad a flor de piel Teodoro, vive en el hoy de la vida cotidiana. No es extraño entonces escucharlo hablar del mal gusto de alguna obra urbana o de la ineficiencia en la recolección de la basura en su colonia, de los árboles o de los olores de las ciudades. Teodoro es un insatisfecho profesional que siempre está imaginando cómo se podrían mejorar las cosas. No hay sin embargo en él ningún asomo de amargura, para nada, es un hombre muy gozoso, gozoso de la compañía, de su compañera Eugenia Sarre, de la comida, de las telas, de la velocidad, de lo que sea, simplemente cree en la perfección. Generoso y gran amigo ha expresado que al trabajo se suma el azahar y que por lo tanto en la vida hay que juntarse con las estrellas. Él lo logró.

Por eso en este México tan golpeado por la mediocridad a todos nos puede hacer bien recordar y festejar la fructífera vida de ese gran rebelde, orgullo de México. Querido Teodoro: ¡Que las estrellas te sigan acompañando!

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