Mañana se cumplirán treinta y ocho años de la Noche de Tlatelolco. A tan considerable distancia de aquellos hechos, antes de que nos madrugue el cuarenta aniversario de ese acontecimiento, y en vista de qué vientos de barlovento anda capoteando el país, conviene hacer una reflexión acerca de lo que representó y sigue representando.
Por supuesto, la matanza del dos de octubre de 1968 constituyó un shock para un país autocomplaciente y que estaba preparándose con matracas, pitos y flautas para presumir al mundo su incipiente modernidad a través del escaparate de los Juegos de la XIX Olimpiada. El que decenas de personas murieran a bala en el centro de la capital del país representó un duro golpe a la conciencia nacional. El concepto de matanza es justo: según lo concluido en las averiguaciones más serias, extensas y profundas (por cierto, realizadas este sexenio), en la Plaza de las Tres Culturas murieron 68 civiles y un soldado. No son los cientos de inocentes de que hablaba la leyenda (o los alucines de Antonio Velasco Piña: usted escoja), pero constituye una carnicería por donde se le quiera ver. Quién fue el responsable, es otro asunto que todavía queda por aclararse… después de todos estos años. Y luego que por qué no podemos cerrar capítulos y ver hacia delante.
La neblina que rodeó al acontecimiento desde un principio sirvió para darle su carácter mítico y fundacional. En la Plaza de los Sacrificios nació una concepción de México, de Sociedad y Estado, que nos sigue acompañando como una especie de fantasma sicalíptico. Y que, precisamente por no haberle dado solución, por no haber averiguado la verdad, enterrado a nuestros muertos y exorcizado nuestros demonios, todavía regresa a jalarnos las patas por las noches.
Empezando porque deslegitimó totalmente el uso de la fuerza por parte del Estado. Si este país es presa de quien quiera tomar palacios municipales, calles, plazas y hasta ciudades enteras, es porque a todos los niveles de Gobierno les tiembla la mano, tratando de evitar “otro Tlatelolco”. De manera especular, sobra quien considere que cualquier actuación violenta del Estado, así sea totalmente legítima y explicable, es “represión”. Ni siquiera se puede amenazar con el uso de la fuerza pública: basta ver (y leer) los comentarios que, sobre las mentadas tanquetas lanza-agua que resguardaban San Lázaro, desgranó la izquierda neandertal y buena parte de la sabia prensa nacional… olvidando que tres meses atrás una presidenta socialista, la chilena Michelle Bachelet, había empleado esas mismas máquinas disuasorias sobre chiquillos revoltosos en el centro de Santiago… y nadie la acusó de represiva, fascista ni dictatorial: simplemente restauró el orden público. Y ya no digamos nada de cómo el también socialista Mitterrand (y Giscard y Pompidou y Chirac y…) disolvía a toletazos a los grupos de alborotadores de cualquier signo político o zodiacal. En una democracia, el uso legítimo de la violencia legítima del Estado no es represión. Es una de las responsabilidades básicas de aquéllos por quienes votaron los ciudadanos. En este país, el fantasma de “los muertitos” (Díaz Ordaz dixit) de Tlatelolco ha convertido a toda acción de este tipo en boleto directo al infernario mítico nacional, compartiendo lugares con bestias peludas y de babas verdes como Huerta, Santa Anna y Miramón. La gangrena política y social de Oaxaca se explica no sólo por la miope torpeza del Gobierno Federal y la nula autoridad moral de un cavernícola como Ulises Ruiz: esa inercia, esa reticencia para actuar nació con una bengala surgida de atrás de la Iglesia de Santiago Tlatlelolco.
(Además de que las fuerzas de seguridad mexicanas, en general, no se caracterizan por su profesionalismo ni efectividad, como lo demuestran los ejemplos recientes de Atenco y Sicartsa. Con esos elementos, cualquiera la piensa antes de darles una orden; hasta la de “¡En descanso, ya!”).
Por otro lado, el mito resuena en cada vez menos gente: más de un 65 por ciento de los mexicanos que vimos cómo Omar Bravo cumplía su función atávica de mostrar nuestro destino histórico, nació después de 1968. Pregúntenle a un muchacho de prepa qué ocurrió en Tlatelolco y les responderá con una mirada vacía, mientras intenta recordar qué escándalo habrá hecho la Pau (o la Vero o el Cuauhtémoc) en ese lugar de nombre tan extraño. Y sin embargo, al suceso le siguen sacando jugo no pocos de quienes estuvieron (o dicen que estuvieron) ahí. Haber andado “en el ‘68” es pretexto, excusa, marca de identidad y supuesto argumento para negarse a admitir: que este es el siglo XXI, que este es un país muy distinto al de Díaz Ordaz a finales del Desarrollo Estabilizador, que el Muro cayó hace casi veinte años, que la Revolución Cubana se pudrió igual que Fidel, y que la China después de Mao es más capitalista que Rico MacPato. Ser de la Generación del 68 es para muchos el pretexto perfecto para haberse quedado ahí: eternos Peter Panes de la política… ah, pero eso sí: con fuero legislativo o aviaduría ad vitam e irrenunciable en el sindicato de la UNAM.
Desconozco la estadística exacta, pero algo me dice que el 98 por ciento de los mexicanos ha recabado su información sobre aquellos aciagos hechos en una sola fuente: el libro testimonial “La Noche de Tlatelolco”, de la cada vez más patética Elena Poniatowska. Durante décadas ésa ha sido la Biblia de lo sucedido… aunque la información haya seguido fluyendo a cuentagotas. No ha habido ninguna corrección, ninguna ampliación: la edición actual es idéntica a la de 1971. O sea, se han ignorado los hechos y datos acumulados durante décadas. No sólo eso: ahora sabemos que, para colmo, el libro contiene una serie de errores fácticos que, todo hay que decirlo, no alteran sustancialmente su planteamiento. Pero ese planteamiento estaba sesgado de origen: había un solo enfoque, y se basaba en decires, dichos y dicharachos. No era (porque no lo pretendía ser, aunque muchos así lo toman) una investigación, sino un compendio testimonial de una época, un ambiente, una cara de la moneda, una ciudad…
Que ésa es otra: el movimiento del ‘68 fue un suceso puramente local. Pero de acuerdo a las reglas del autismo chilango, todo lo que ocurre ahí es fenómeno nacional (en parte por eso alguna gente se niega a creer que perdió Lopejobradó: piensan que la República termina en las Torres de Ciudad Satélite), cambiará el destino de la humana especie y tiene una importancia fuera de proporción.
Porque ahora resulta que todo lo bueno surgido desde entonces tiene como génesis lo ocurrido en el verano-otoño de 1968 en la Ciudad de México. Se supone que las manifestaciones que entonces llenaron el Zócalo (que siempre nos dijeron que en 1968 eran de entre 250,000 y 300,000 personas, y en 2006 resultan de un millón; ¿nos estaremos encogiendo los mexicanos?) fueron las que democratizaron la vida nacional, echaron al PRI del poder y permitieron la libertad de expresión de que gozamos… incluso para dinamitar las instituciones que democratizaron la vida nacional. ¡Válgame!
En todo caso, ésta sigue siendo una asignatura pendiente. El esfuerzo hecho este sexenio se quedó corto (¡qué raro!), porque estuvo mal planteado desde un principio: se requería una Comisión de la Verdad, tipo Sudáfrica, y no una Fiscalía Especial para Crímenes que Ya Prescribieron. El próximo Gobierno haría bien en ponerle punto final a los mitos y leyendas de que se han nutrido tantas desmesuras e inconsecuencias. Y podría señalar final, oficialmente a quien fue, según las evidencias disponibles, el responsable: Luis Echeverría… cuyas políticas sirven de modelo y ejemplo para Lopejobradó. Ustedes dirán.
Consejo no pedido para que su puño sí se vea: Lea “1968: los archivos de la violencia”, de Sergio Aguayo, otra mirada al mismo fenómeno. Provecho.
Ah, y los espero hoy a mediodía en el Teatro Nazas para la presentación del libro “Pancho Villa: una biografía narrativa”, de Paco Ignacio Taibo II. ¿Qué espera? ¡Ya métase a bañar! ¡Que al cabo no juega Pittsburgh!
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