Si el debate entre los candidatos se ha propuesto ante los órganos legislativos como una obligación es porque corresponde a los ciudadanos el derecho a que se comparen y evalúen “de bulto” la personalidad, los proyectos, el comportamiento de los aspirantes a los puestos de elección popular, para que puedan hacer una evaluación racional de las alternativas y contar con más elementos de juicios para decidir el sentido de su voto.
El debate entre los candidatos es, por lo tanto, una prerrogativa de los electores, no un privilegio opcional de los candidatos, que están obligados a dar la cara, darle a la opinión pública la oportunidad de que los confronte y analice tal como realmente son.
En lugar de evadirse del deber de darse a conocer y ocultarse, de esa manera, tras argumentos especiosos de una pretendida “estrategia” que sólo sirven para disimular la cobardía, la intención de encubrir los verdaderos propósitos y esconder las falsedades de las promesas demagógicas e irrealizables.
No es poca cosa lo que está en juego en las próximas elecciones y no deja de ser -dígase lo que se diga- justificado el temor de que una decisión mal tomada pueda hacer regresar los viejos vicios que han mantenido en México los rezagos que hieren profundamente a un alto porcentaje de nuestra población y nos mantienen lejos del lugar que el país debería ocupar en el concierto de las naciones.
Hay que considerar, además, que las campañas electorales se están realizando con nuestro dinero, el tuyo y el mío, y que, en consecuencia, esta es una razón más para que no se nos deba escamotear el derecho a conocer a fondo la capacidad, las intenciones, la viabilidad de las propuestas de quienes pretenden tomar en sus manos los destinos de la nación.
Es razonable que las campañas electorales se paguen con recursos del erario porque de esa manera se reducen los riesgos de que el dinero mal habido pueda influir en los resultados de los comicios y crear compromisos que pesen sobre la decisión de futuros gobernantes. No valen, pues las invocaciones a la “estrategia de campaña” para disimular la cobardía de quienes se nieguen a cumplir con un deber mínimo de honestidad y de decencia ante los electores que están pagando la campaña y que asumirán los resultados de una decisión electoral, ya sea torpe o acertada.
El debate pone a los candidatos en terreno parejo, en igualdad de condiciones, para que se muestren tal como son ante los que tienen que escoger, sin que valgan en ese momento los trucos de la mercadotecnia ni las mañas de las simulaciones.
Es un instrumento apropiado para que el elector pueda hacer comparaciones y sólo los que sienten que saldrían perdiendo al ser cotejados con los demás participantes en la contienda al tener que responder a las réplicas que se hagan para poner en clara las ofertas electorales salen huyendo de la posibilidad de que se pongan en claro sus fingimientos y sus artificios.
Pero, después de todo, no existe la posibilidad de evadir completamente el debate. Los candidatos que se niegan a debatir, están exponiendo de cuerpo entero su personalidad, exhibiendo su cobardía, mostrando su falta de ideas, confirmando que se atienen más al ruido populachero que al razonamiento.
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