Como el tiempo suele transcurrir deprisa y nosotros vemos pasar los días con cierta indiferencia es oportuno evocar su fugacidad (lo dijo Ovidio) y aprovecharlo ahora para reflexionar en la responsabilidad con que ejerceremos el próximo dos de julio nuestra decisión electoral por el mejor destino de México.
Las campañas políticas han venido a dar la impresión de solamente ser una alharaca de tres principales y dos secundarios alborotadores con lejanas, remotas esperanzas de triunfo. El hecho es que el mensaje político de ninguno de los cinco parece poseer la sustancia ideológica y programática que se espera en quienes se sienten aptos, capaces y dignos de ejercer la más alta responsabilidad pública del país; o quizá ellos piensen que los ciudadanos empadronados -la mayoría- sólo son merecedores, dada la medianía de su nivel cultural, de esas intoxicantes dosis de abrupta y ripiosa palabrería.
Hay quienes afirman, alarmados, que nunca antes había visto México tanta y tan vulgar beligerancia con pretextos electorales; aunque, claro está, tampoco había visto, ¡en casi dos siglos de vida independiente! el menor asomo de elecciones democráticas. Éstas son ahora la novedad de la patria (con perdón de López Velarde) como también resultan insólitas estas desacostumbradas e intercadentes groserías de la dialéctica electoral. Dirán otros: así es que corren las campañas políticas en la mayor parte de los países democráticos. Cierto, salvo en las naciones europeas que mantienen una civilizada rutina electoral, a pesar de ser una que otra monarquía formal.
Pero hay más: en algunos de estos Estados son usuales la civilidad, la tolerancia, la cortesía, la urbanidad y el buen talante entre competidores electorales, que en sus debates y discursos permiten y celebran las ironías, los sarcasmos, las acrimonias y aún las críticas ásperas a cuenta de su protagonismo electoral.
Claro que para llegar a ese margen de tolerancia se necesita tener carácter, civilidad, sentido del humor y erudición histórica; lo que en nuestra pobre política no se da ni en macetas. Por la ausencia de estas virtudes los candidatos presidenciales mexicanos se fatigan tratando de hacer trizas a sus contrarios de lejos, aunque todos sepan y sientan que las censuras y las agresiones devienen inútiles y causan un efecto de vitaminas en aceite alcanforado.
¿Qué podemos rescatar ahora mismo de las campañas electorales? Por el momento, nada. Más tarde presenciaremos algún par de ilustrativos debates entre dos, tres o cinco candidatos y posiblemente una comparecencia, si es que Andrés Manuel López Obrador se encapricha en no deliberar con sus contrapartes.
Parece ser que el Instituto Federal Electoral no desea provocar ninguna controversia pública. Tampoco busca debatir a favor de los debates. La conclusión es una: los partidos y los candidatos imponen su capricho y evaden el deber de discutir sus plataformas de principios y programas o el IFE carece de legitimación para ejercerles coacción sobre el tema. Por lo pronto, la sociedad y los electores que se aguanten o se las averigüen y acudan ciegos o tuertos a su cita con la historia el día de las elecciones...