La sociedad contemporánea pondera como uno de los valores supremos el respeto a los derechos humanos. Desgraciadamente muchas veces esa consideración se hace a partir de un punto de vista exclusivo de aquel que cuenta con la fuerza y el poder requeridos para plantear la estricta observancia y respeto de sus particulares derechos.
Así la mujer embarazada invoca su derecho particular y subjetivo a la “salud reproductiva” y con ese eufemismo se le permite abortar a costa de la negación absoluta del derecho a la vida que tiene aquel pobre ser humano indefenso en el seno de su madre que al no poder gritar para exigir, se quedará sin la más elemental de las prerrogativas la de poder continuar con su vida.
Otro ejemplo es el del matrimonio (eufemísticamente hoy en día simplificado en pareja) que exige su derecho a tener hijos: cuando menos uno, para ver qué se siente. Cuando que la paternidad y la maternidad no son derechos implícitos al matrimonio dado que entre otras cosas dependen de una serie de factores que no pueden ser exigibles por el solo hecho de realizar un coito.
A partir de esa exigencia al derecho subjetivo a la paternidad o la maternidad es que se están legitimando social y también jurídicamente aberraciones contra natura como lo son la fecundación in vitro, la ingeniería genética, los bancos de óvulos o de esperma, la congelación de embriones y más recientemente la equiparación de la unión de homosexuales al matrimonio, con el fin de que puedan adoptar.
De lo que poco se habla, precisamente por la consideración de beneficio al más fuerte, es del auténtico derecho que tiene todo niño a mantener una relación estable con padre y madre a fin de que pueda ser educado de la mejor manera posible.
Todo niño debiera contar para su pleno desarrollo personal, social, afectivo, educativo y espiritual del aporte de seguridad que proporciona una familia constituida.
Es muy difícil medir las terribles consecuencias que sufre en su desarrollo físico, emocional, intelectual y volitivo ese niño que no cuenta con las seguridades que le proporciona crecer dentro de un ambiente propicio aportado por la visión masculina y la visión femenina, por los valores y virtudes que le enseñan sus padres, más con el ejemplo que con las palabras.
El equilibrio emocional que le brinda a cualquier niño la estabilidad del matrimonio de sus progenitores es un soporte que propicia su mejor educación a diferencia de la inquietud constante a la que se ve expuesto ese otro niño que por culpa de los subjetivistas y egoístas derechos de sus padres a “rehacer su vida” después de un fracaso matrimonial, destruyen los ámbitos fundamentales para el desenvolvimiento integral de esas personalidades que están en plena etapa de configuración.
Las instituciones sociales y gubernamentales contemporáneas deberíamos enfatizar el derecho de los niños a tener una familia, derecho que incluso debiera ser visto como derecho social dado que el incumplimiento de ese derecho está desquiciando en todos los sentidos a las sociedades modernas.