Dicho con objetiva frialdad los accidentes son previsibles y por lo mismo evitables.
Lo ocurrido el domingo 19 de febrero en la mina Pasta de Conchos en Coahuila, México, entra irremediablemente en este contexto.
Se trata de un lamentabilísimo accidente que resultaba por demás previsible de acuerdo a las condiciones de trabajo de la mina y por lo mismo perfectamente soslayable.
En esta ocasión son 65 familias mexicanas las afectadas por la pérdida de sus seres queridos en una tragedia que conmocionó a México y que ha levantado grandes polémicas.
El percance entró al peligroso terreno de la política mexicana debido a los tiempos electorales y está convertido en un tema controversial que seguramente provocará cambios en el sector minero y renuncias en el sector público.
Las investigaciones están en proceso para deslindar responsabilidades, incluyendo la creación de una Comisión de la Cámara de Diputados en donde habrá coscorrones, pedradas y abundantes patadas debajo de la mesa.
Aparte del accidente, lo más doloroso en este trance fue el seguimiento tortuoso por parte de las autoridades y directivos de la empresa minera.
Durante cinco días los medios de comunicación de México y algunos del extranjero reportaron hora tras hora las labores de rescate ante la posibilidad que los mineros fueran encontrados con vida.
Tanto el gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, como el secretario del Trabajo de México, Francisco Javier Salazar, nunca descartaron la posibilidad de encontrar a trabajadores con vida a pesar que la explosión y las circunstancias que rodeaban a la mina indicaban todo lo contrario.
A media semana se difundieron las imágenes de un predio que la empresa preparaba para enterrar los cadáveres de los trabajadores, hecho que indignó a miles de mexicanos pero daba cuenta que los directivos ya sabían que los mineros estaban muertos.
Incluso el presidente Vicente Fox divulgó un par de mensajes en donde enfatizaba que su Gobierno estaba trabajando a brazo partido para encontrar con vida a los 65 trabajadores. ¿Para qué tanto escándalo cuando era por demás evidente que los mineros habían fallecido de forma instantánea?
El titular principal de un diario fronterizo del viernes 24 decía con cierta insensibilidad: “Mueren esperanzas”. Ello a pesar que las expectativas creadas alrededor de la mina hablaban de encontrar con vida a una buena parte de los mineros enterrados.
Un día después el titular demostró su objetividad cuando las autoridades y directivos reconocieron al fin que no existía posibilidad de vida al interior de la mina.
La angustia y pesar de tantas familias tiene que subsanarse con una investigación profesional que detecte las causas reales de la explosión y finque la responsabilidad en la que pudo haber incurrido la empresa, los trabajadores y las autoridades que por negligencia o incompetencia no evitaron tan espantosa tragedia.
A su vez los medios de comunicación y la Cámara de Diputados están obligados a descubrir si en el seguimiento del incidente hubo dolo, mala fe o incluso perversidad para crear un ambiente de esperanza con fines políticos.
Esta tragedia desvió durante una semana la atención de otros asuntos delicados que se ventilan en México, impasse que a estas alturas de la carrera presidencial resulta por demás valioso para algunos grupos.
Queda a los propietarios de la mina y las autoridades el compromiso de recuperar los cuerpos de los mineros y entregarlos a sus familiares para darles una digna sepultura. Es lo menos que pueden hacer después de tantas torpezas y omisiones.
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