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Un filántropo

San Pedro de las Colonias, a tiro de escopeta de Torreón, es una ciudad con gran renombre revolucionario pues ahí escribió su libro La Sucesión Presidencial el ilustre don Francisco I. Madero en contra de las medidas que se aprestaban a tomar los gobiernistas de aquel tiempo, principios del siglo XX, para reelegir de nueva cuenta al general Porfirio Díaz, que no supo retirarse a tiempo, haciéndolo cuando era ya demasiado tarde, al que los mexicanos no le hemos tributado un homenaje a su patriotismo, por que el deturpar su figura sirvió a los intereses de varias generaciones de políticos. No olvidar que fue el héroe de La Carbonera cuando nuestro país luchó contra las tropas del Napoleón III. Se dice que el señor Madero que poseía dotes espiritistas, dejaba que su mano escribiera de manera automática sus ideas. En una oportunidad la ouija, tabla utilizada por los seguidores del esoterismo para conocer cosas del más allá, le auguró que sería presidente de la República.

Es en ese hermoso poblado, donde aún se respira la provincia, en la que conocí al que cariñosamente sus amigos llamaban don Juan.

Me gusta recordar con añoranza al personaje más conspicuo que conocí en los años cuarenta ¡gulp!, del siglo pasado. Era aficionado a la lucha libre, asiduo concurrente a la arena donde se escenificaban encuentros domingo a domingo, enmascarado sin mucho renombre, participando como aficionado en peleas preliminares, por el puro placer de hacerlo, era reconocido por sus muy cercanos por uno de los dedos de su mano derecha que no podía doblar, derivado de un accidente sufrido al manejar un tractor. El promotor Giraldo Hierro lo tenía en gran estima por sus facultades de atleta amateur. Los querientes de don Juan lo llenan de elogios, pero el que más me ha impactado es el de su generosidad. Al heredar una gran fortuna que supo acrecentar con trabajo y dedicación, llegó a ser inmensamente rico de tal suerte que como el Rey Midas cuanto negocio emprendía era un éxito seguro. Incursionó en la industria cinematográfica produciendo películas con actores nacionales como con artistas hollywoodenses. Fue promotor de futbol, quien que tenga los años suficientes, recordará la pasión que despertaba el equipo Torreón, que competía con el Laguna, ambos con hinchas de gran prosapia que escribieron las páginas más bellas en la historia deportiva de la localidad.

Quiso a Torreón, como si hubiera nacido en lo que entonces era un emporio algodonero. Vio, dicen los clásicos, sus primeras luces un diez de diciembre del año en que precisamente se fundó El Siglo de Torreón. Era un hombre cosmopolita que tenía propiedades y negocios en varios países del mundo. Lo que lo distinguía de los cresos, -por Creso rey de Lidia célebre por su riqueza-, que dedican la vida al ocio derrochando la fortuna que lograron amasar sus mayores, era su creatividad constante para invertir su dinero en negocios productivos, en un esfuerzo titánico por acumular dinero que dada su filantropía utilizaba en favorecer a cualquiera que lo necesitara a los que, con ese gesto, que enaltece a quienes han venido a este mundo a ayudar a sus semejantes, socorría a sus amigos en sus apuros económicos. Si alguien me preguntara cuál era su don en la tierra, le contestaría que era un mecenas, al estilo de los antiguos, -en alusión a Cayo Cilnio Mecenas, amigo de Augusto y protector de las letras y de los literatos-, aquí lo hago extensivo a quien actuaba como bienhechor de personas dedicadas a cualquier actividad, en este caso a deportistas. Lo mismo patrocinaba toreros, que beisbolistas, que a actores de cine o teatro, así como a los jóvenes amantes del recio deporte de los costalazos. No era hombre que guardara las ofensas, las que consideraba de ninguna utilidad. No era un santo pero actuaba en la vida como si tal lo fuera. Nada lo ofuscaba ni tan siquiera con el poder económico que lo acompañó durante su existencia.

Don Juan Abusaíd Ríos, si viviera cumpliría pasado mañana 84 años de edad. Es justo tenerlo presente en este aniversario, las nuevas generaciones nada saben de él a pesar de que la ciudad no hubiera sido la misma sin su bonhomía. En Torreón la ciudadanía lo colocó en el ya desaparecido edificio que ocupaba la Presidencia Municipal. Desde ahí, en el despacho del alcalde, recibía lo mismo a magnates que a los más humildes habitantes del vecindario. Hizo obras no para llenarse los bolsillos, no era su talante apoderarse de lo ajeno, muy por el contrario, si hemos de ser francos, puso mucho de su dinero al servicio de la comunidad. No era el político tradicional que promete servir a la comunidad cuando en realidad quiere servirse a sí mismo. No le gustaban los aires de gran potentado por lo que se confundía con la gente como un ciudadano más, al igual que Harún al Rachid, célebre por el papel que desempeña en Las Mil y una Noches, califa que recorría las calles de Bagdad, queriendo saber de primera mano si estaba haciendo bien su trabajo. Tenía un estilo de vida frugal lo que ayudaba con su ausencia de vicios. Era conocida su neofobia, ni tan siquiera una copa, fue un abstemio irredento. Acerca de sus creencias le bastaba con seguir la doctrina de Cristo, aunque ni él mismo supiera que lo hacía. La última vez que estuve almorzando en su casa, estaba ya enfermo. Después me enteré, en 1995, que había rendido su tributo a la madre tierra.

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