Está a punto de aterrizar en la Ciudad de México cuando se acuerda de la tarifa que tuvo que pagar por llegar a Poza Rica: casi equivalente a la que hubiera pagado para Nueva York. Los cielos deberían abrirse, sólo así bajarían las tarifas. Algo de enojo lo visita. Desde la ventanilla observa el servicio de abastecimiento de combustible y cavila sobre un mercado energético en el cual el monopolio estatal domina varios puntos. Si hubiera varios oferentes, piensa. En los pasillos del aeropuerto se topa con las larguísimas hileras de turistas en espera de pasar migración. Por su cabeza atraviesa, es incontenible, la idea de que la demanda de ese servicio es perfectamente rutinaria “ya saben cuando llegan los Jumbos de Lufthansa, de Air France, de British Airways, casi todos a la vez, ¡por qué no destinar más personal -oferta- y evitar la pérdida de tiempo!
Mientras se lava las manos recuerda que el nuevo aeropuerto no se construyó y claro, las erosionadas tierras del lago de Texcoco no encontraron mejor fin, y claro la central aeroportuaria no podrá ofrecer más y mejores servicios, y claro dejará de entrar inversión, y claro las compañías no podrán operar con plena eficacia, y claro seremos menos competitivos, y claro habrá otro país que aproveche la coyuntura de inseguridad de los EU, y claro una vez más dejamos ir oportunidades de generar empleos productivos en perjuicio de todos y beneficio de quién sabe quién. Pone su equipaje sobre un carrito y se encamina rumbo a la salida cuando se topa con esos tubos cromados cuya única misión es impedir que el ciudadano ejercite su derecho de llevar el equipaje hasta donde lo desee, para así garantizar la “chamba” a los “maleteros”. Él piensa que hay lugar para todos, siempre habrá necesidad de ese trabajo para ancianos, niños, madres o personas con capacidades distintas o simplemente con problemas en la espalda. Lo que le irrita hasta la médula es que le impongan el servicio impidiéndole usar las ruedas por sí mismo. Eso atenta en contra de sus libertades.
Pero todavía le falta un trago muy amargo. Es viernes por la noche y está lloviendo. La hilera para abordar el taxi se mete a la Terminal, debe tener unos 300 metros de larga. Cientos, miles de personas durante las horas, tirando la energía de su vida, energía que podrían estar usando en generar ideas, ingresos o simplemente energía para estar con sus familiares y gozar. Tiempo perdido, desperdiciado, vida que se va al caño. Eso piensa mientras los zapatos le aprietan y el portafolio en la mano le pesa. Ha sido un día largo y todavía falta lo peor, por lo menos para él: ese espectáculo de auténtico sadismo consistente en ver a los taxis de la ciudad llegar al aeropuerto a dejar pasaje, justo a unos metros de donde cientos de personas esperan transporte y verse impedidos de recoger a los que esperan. ¡Genial! No, en México los taxis que entran con pasaje se van vacíos y los que salen con pasaje regresan vacíos. ¡Qué gran idea: más contaminación, más desgaste de las máquinas, de nuevo tiempo y recursos perdidos! Resultado, menos productividad, menos crecimiento del pastel, una sociedad más pobre.
Nuestro amigo que podría llamarse Manuel o Everardo o Federico padece una enfermedad: es un liberal. Su enfermedad tiene varios síntomas, le puede a uno subir la presión del coraje, los derrames de bilis son frecuentes, los enojos y la irritabilidad también se presentan. Pero lo más terrible es el impacto psicológico. Comienza por el desencanto y puede llegar a la depresión profunda. Doctor, dice desesperado el liberal desde el diván, simplemente no entiendo. No entiendo por qué no podemos dedicarnos a producir aquello en donde tenemos ventajas, por qué ofuscarnos en ramas donde la tenemos perdida. Por qué guardar los hidrocarburos como si fueran un tesoro cuando en realidad son un instrumento más para poder generar riqueza. Por qué no podemos premiar a los que hacen bien su trabajo y jalarles las orejas a los otros, estímulos vamos. Por ejemplo en educación, demos bonos educativos y que las familias con información adecuada decidan qué quieren. Lo mismo en los servicios médicos. Por qué doctor no confiamos en el criterio de la gente, por qué todo el tiempo inventamos figuras paternales que le colgamos al estado. Por qué nunca pensamos en el consumidor, que somos todos. Por qué nos gusta amafiarnos en sindicatos que destruyen a las empresas, siendo que viven de ellas, o en auténticas guildas de notarios que encarecen todas las transacciones. Por qué le tenemos miedo a cambiar de trabajo, a buscar algo mejor, a progresar, por qué. El terapeuta escucha con paciencia a su paciente y llega a la conclusión de que el viaje a Poza Rica le afectó más de lo normal. Explique doctor, ¿qué acaso estoy loco? pregunta con verdadera angustia nuestro personaje.
La enfermedad es grave, aunque no es muy común porque los liberales económicos no pululan. El liberalismo auténtico es una forma de ver el mundo en el cual el beneficio general va primero. Las libertades individuales se someten a esa consideración mayor. No es una defensa de la libertad por la libertad misma, tampoco del mercado como fin. La libertad individual y el mercado pueden ser el mejor camino para disminuir esa vergüenza que es la miseria. Contra la impresión común, un auténtico liberal económico es una persona muy preocupada por la prosperidad general y no sólo por la propia. Para detectar el mal sugiero: Economía Mexicana Para Desencantados, de Manuel Sánchez González, FCE, 2006. Claro y sin desperdicio. Atrévase a encontrar el mal en usted.