Era viernes y aunque la llegada de ese día ofrecía la oportunidad perfecta para disfrutar de un delicioso jamón de jabugo y una copa de vino tinto en un bar de la calle madrileña de Goya, en esa ocasión el cansancio me llevó a suplicarle a mi esposa que nos quedáramos a descansar en nuestro pequeño apartamento de 45 metros cuadrados.
En un principio la idea no le fue tan agradable, pero al ver mi fatigado rostro no sólo accedió a quedarnos en casa, sino que también preparó una deliciosa botana para ver una “peli”, como dicen los jóvenes españoles.
Yo veía interrumpidamente la película, pues a ratos me quedaba dormido creando entre sueños mi propio argumento. Pero de pronto, las ventanas del apartamento se estremecieron y poco faltó para que se quebraran. Atolondrado desperté imaginando que ese sonido provenía del televisor, pero al ver que el miedo había invadido el rostro de mi esposa, supe que algo había pasado.
“¿Habrá explotado un tanque de gas? ¿Acaso el vecino le subió demasiado a su estéreo y provocó un temblor en nuestras ventanas? ¿Por qué se escuchan tantas ambulancias?”. Éstas y muchas preguntas más nos hicimos hasta que, de pronto, se interrumpió la transmisión de la película y apareció una nerviosa conductora informando que un coche bomba, presumiblemente fabricado por la ETA, había estallado en la calle Goya.
Una gota de frío sudor resbaló por mi frente. Todo el cansancio que sentía minutos antes súbitamente se convirtió en terror. No sabía cuántas víctimas hubo con el atentado, ni cuántas viviendas resultaron afectadas. En esos momentos sólo pensaba que yo vivía a tres cuadras del lugar donde explotó ese automóvil y que el bar al que solíamos ir se encontraba en la acera contraria del sitio donde los terroristas sembraron el miedo.
Al otro día, sin recuperar todavía el color en el rostro, caminé hasta el lugar donde una noche antes había explotado el coche bomba. Conmocionado vi cómo una sucursal bancaria estaba completamente calcinada. El bar que tanto frecuentábamos ya no tenía ventanas, y el gran espejo colocado detrás de la barra estaba convertido en mil pedazos. En las calles reinaba el silencio. Los madrileños estaban enmudecidos y aunque no hubo víctimas en ese atentado, aquella bomba nos recordó a todos lo vulnerables que éramos al vivir en una ciudad acosada por el terrorismo.
A las pocas semanas, me dirigía a mi trabajo en el periódico ABC. Para llegar a las instalaciones de dicho diario, tenía dos opciones de autobuses: el 146 y el 114. Ese día, por ventura, el primero de ellos pasó primero. Al llegar al periódico, el silencio reinaba en la redacción. Al preguntar qué ocurría, un compañero de la sección Internacional me contó; “Un nuevo atentado de ETA ha ocurrido. Un coche bomba estalló justo cuando circulaba por ahí un alto funcionario de Gobierno. La explosión causó la muerte de dicho funcionario, de su chofer, además de tres pasajeros del 114, que circulaba en el otro carril”.
Al escuchar eso me quedé frío, pues por segunda ocasión pude haber presenciado un acto terrorista.
Por fortuna, el pánico por el terrorismo etarra ha desaparecido momentáneamente, pues la organización separatista ha anunciado un cese al fuego.
Ahora, este grupo de vascos pretende alcanzar de una manera democrática sus sueños independentistas. Esta noticia no sólo debe ser celebrada por los españoles, sino por el mundo entero, pues toda noticia de paz es una buena nueva que nos recuerda el sueño eterno de la cordialidad entre los seres humanos.
Tengo la fortuna de haber recorrido el País Vasco. He admirado el Museo Guggenheim, en Bilbao, y me he bañado en las aguas de San Sebastián. He comido los más deliciosos manjares en Vitoria y he quedado encantado con los encantos de Durango. El País Vasco es bello, pero sólo le faltaba un detalle para resultar paradisíaco: la paz.
Y ese paz que tanto celebro en otras partes del mundo, la valoro en mi país, pues tendremos muchos problemas, pero vivimos en paz.
javier_fuentes@hotmail.com