Desde hace tiempo mi hija ha expresado una gran preocupación por los toros durante las corridas. Creo que todo empezó cuando vio por televisión al famoso “Pajarito” saltar asustado a las gradas de la plaza, ya que ella ni por casualidad ha pisado una. Me llama la atención su insistencia, pero entiendo que su visión y contexto sobre el trato a los animales es totalmente distinta a aquélla con la que yo crecí. He recordado, con algo de terror, que algunos niños de la “cuadra” donde yo vivía de pequeña —los chicos malos, por supuesto— ataban a la cola de los gatos callejeros una lata vacía con estopa y empapada de gasolina a la que prendían fuego. Las niñas huíamos despavoridas ante tal espectáculo, pero no comentábamos con indignación el incidente a nuestros papás y menos aún se nos ocurría acusarlos ante alguna organización que protegiera a los gatos, perros o pericos, que poblaban nuestros hogares. De hecho, cuando se aprobó la declaración universal de los derechos de los animales por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y posteriormente por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ya había pasado mi infancia y creo que hasta muchos años después comenzó a socializarse esta protección.
El espíritu de la declaración universal, adoptada por la UNESCO y la ONU es un código ético, difícilmente impugnable: “Mientras que la humanidad ha logrado gradualmente establecer un código de derechos para su propia especie, ésta no retiene ningún derecho especial sobre el universo, siendo, de hecho, solamente una de las especies de animales sobre el planeta y una de las más recientes. La vida no pertenece a la especie humana y el ser humano no es ni el creador ni el dueño exclusivo de la vida. La vida pertenece igualmente a los peces, insectos, mamíferos, pájaros y hasta las plantas. En el mundo viviente el ser humano ha creado una jerarquía arbitraria que no existe en la naturaleza y que sólo toma en cuenta las necesidades de la raza humana (…) La Declaración Universal de los Derechos de los Animales está diseñada para ayudar a la humanidad a restaurar la armonía en el universo”. Algunos de los artículos atañen directamente a las corridas de toros: Ningún animal será sometido a malos tratos ni a actos crueles; si es necesaria la muerte de un animal, ésta debe ser instantánea, indolora y no generadora de angustia; ningún animal debe ser explotado para esparcimiento del hombre; las exhibiciones de animales y los espectáculos que se sirven de animales son incompatibles con la dignidad del animal; todo acto que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, un crimen contra la vida.
Sé que la fiesta “brava” tiene múltiples seguidores tanto en España como en toda América Latina; que su tradición es antiquísima y que se ha generado toda una cultura alrededor de las famosas corridas de toros. Es más, hace algunos años disfruté enormemente de la tesis de Patricia Vázquez, quien egresó de la licenciatura en Ciencias Humanas, en la que analizó el mito del toro en la tauromaquia de Francisco Goya y el Guernica de Pablo Picasso. Resulta difícil no sucumbir ante la simbología que encuentra en las obras de estos pintores y que ponen como centro al toro: el juego contra la muerte, los motivos coreográficos entre toro y torero, la reproducción cíclica de la lucha del hombre contra las fuerzas elementales; el eterno juego entre lo masculino y lo femenino; el toro como significante de la fuerza bruta y el poder fecundador vinculado a un sentido erótico.
Sin embargo, esta práctica cultural parece corresponder a otro momento histórico; hoy las voces que piden respeto a los animales parecen encontrar más eco cada vez. A pesar que es casi imposible pensar a la península ibérica sin sus corridas de toros, hasta junio de 2006 sumaban 33 los municipios y poblaciones españolas que se habían declarado contrarios a la “barbarie taurina”. El ayuntamiento de Barcelona, en abril de 2004, se convirtió en la primera gran ciudad de este país en declararse “antitaurina”. Al parecer, el interés de los españoles por este espectáculo ha disminuido en popularidad. Según una encuesta que dio a conocer Gallup en 2002, revela que el 31 por ciento de los españoles se muestra interesado en las corridas de toros, mientras que un 68.8 por ciento no demuestra ningún interés. A principios de la década de los años setenta, los aficionados sumaban un poco más de la mitad (55 por ciento) y una década después, este grupo había disminuido en un cinco por ciento.
Para los años noventa los amantes de la fiesta taurina sólo llegaron al 30 por ciento y para julio de 2002 se sostenían en esta cifra. La misma encuesta menciona que son los jóvenes los menos interesados en este tipo de eventos.
Y es que son los niños y jóvenes los que empiezan a cuestionar, desde los nuevos modelos educativos, el maltrato a los animales en las corridas de toros, en los circos y hasta en algunos zoológicos (baste recordar la desconsideración a los animales que se encontraban dentro del bosque Venustiano Carranza hace algunos años; la misma situación se repite en Monclova). Por ello, aunque sabemos que es difícil lograr la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, por lo menos podríamos hacer el intento. ¿Cuánto perdurarán las corridas de toros?
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