Hay que revisar sólo un poco la historia de nuestro país. Al hacerlo nos podemos percatar que, a partir de que el general Álvaro Obregón ocupó la Presidencia de México en 1920 hasta que el presidente Ernesto Zedillo hizo lo propio de 1994 a 2000, en nuestra patria los presidentes no eran electos por voto ciudadano. Eran elegidos por su antecesor. En términos reales no había democracia de partidos.
Si ahondamos un poco, nada más un poquito, nos daremos cuenta de cómo la Historia registra como “maximato” a un período de diez años, comprendido entre 1924 y 1934, en el que ocuparon la silla presidencial hasta cuatro personas diferentes, todos designados y manejados por el llamado “jefe máximo” Plutarco Elías Calles.
Esto hasta que Lázaro Cárdenas, ya en la Presidencia, lo expulsa del país, pese a que fue el propio Calles quien lo había ungido para ser presidente. Fue la época en la que se generó el presidencialismo autoritario.
Y si le rascamos un poquito más, nos daremos cuenta que, hasta antes del año 2000, los procesos electorales eran burdas farsas, procesos amañados o de plano claros fraudes electorales.
Igualmente comprobaremos que la división de poderes no existía, con lo que los diputados y senadores eran fieles servidores del presidente en turno; simple comparsa del hombre que decidía el destino de toda una nación y sus habitantes. Fueron tiempos en los que el parecer del presidente era la Ley.
Hecha la revisión histórica arriba señalada, entonces adquiere su verdadera dimensión el gran cambio que se generó a partir del año 2000. Y conste que escribo “a partir de 2000”, porque aunque muchos cosas que se buscaron desde entonces no se han podido concretar, es innegable que el gobierno y el país entero han experimentado cambios fundamentales.
El cambio más relevante es quizá el relativo al respeto y la separación de poderes que el presidente Vicente Fox se ha empeñado en impulsar y mantener, con todas las limitantes que, está visto, ha tenido para su propio desempeño como presidente y para sus proyectos de Gobierno.
En ningún momento de la historia de nuestro país se tiene registro no sólo de los grandes y profundos desacuerdos entre diputados y senadores con el presidente en turno, como los que se han dado durante el período de Gobierno del presidente Vicente Fox. Sin embargo, hay que decirlo, tal separación de poderes es buena para México y para cualquier democracia que se jacte de serlo.
Está demostrado que en los tiempos que corren, el presidente puede querer algo, pero si el Congreso a través de sus diputados y senadores no está de acuerdo, rechazará la propuesta.
Ejemplos vivos de esto han sido las reformas constitucionales sobre diversos temas trascendentes para la vida del país que el presidente ha enviado al Congreso y que no han sido aceptadas, entre otras cosas, porque los diputados y senadores así lo han querido.
Entonces qué tiene de negativo que en este nuevo contexto político de nuestro país, el presidente en turno promueva los valores, los principios y a las personas de su propio partido siempre y cuando no desvíe recursos públicos y se mantenga dentro del marco de lo que la Ley establece?
En los sistemas democráticos de países avanzados, en donde el presidente está acotado por los otros poderes, es natural y aceptado que el presidente en turno busque que sea su propio partido quien conserve el poder a su salida y por ello mismo, impulsan abiertamente el voto a favor de su propio partido.
Así las cosas, el presidente Fox tiene todo el derecho de promover los valores, las propuestas y las personas de su partido, porque él, aunque presidente, sigue siendo parte de su propio partido. De él emanó y a él regresará al final de su gestión.