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Una ciudad enloquecida

Gilberto Serna

Nuestra ciudad ha crecido desmesuradamente con grave peligro para el normal desarrollo del ser humano que se está moviendo en un ambiente que poco a poco se ha convertido en hostil. Aquellos lejanos días de la tranquila y plácida provincia en que las horas transcurrían con lentitud, nadie tenía prisa, todo quedaba al alcance de la mano, son cosa del pasado. Nada perturbaba a los habitantes acostumbrados al ir y venir de los vendedores ambulantes que a gritos pregonaban las bondades de su mercancía llevándolas hasta las puertas de los hogares. Hoy, no me extiendo más para no cansar al lector con mis reminiscencias, la vida se ha complicado. Las distancias se han ido alargando por lo que no siendo el transporte colectivo lo eficiente que se pudiera pensar, nos vemos precisados a tener un vehículo para trasladarnos a nuestros trabajos o para mover a nuestra familias.

Uno para el jefe de familia, uno para la señora que acude al mercado o a dejar a los niños a un plantel educativo, uno para el joven adolescente que va a la Universidad y párele de contar. Las unidades de servicio público conocidos como taxis además de los que están establecidos en lugares estratégicos donde hay afluencia de usuarios, miles circulan por el pavimento oprimiendo el claxon en una frenética búsqueda de clientes. Todos colaboran a crear un ruido que se ve alimentado por estorbosos aparatos en las afueras de los comercios citadinos que reproducen música a todo volumen. Es un factor contaminante al que nuestras autoridades no ponen la menor atención, quizá ocupadas en hacer planes vacacionales o por simple flojera o por que de plano no tienen idea de qué hacer. Hay una incontenible contaminación ambiental a la que nadie le pone un alto. Los autos usan sus cláxones o en veces sus radios a todo lo que da, creyéndose los amos de la ciudad, produciendo insultos con gran generosidad. Nadie se atreve a ponerlos en su lugar. ¡Guay! de aquel que se atreva a manifestar su enojo por el abuso.

Hay una anarquía en el uso de las ondas sonoras. El ser humano sufre de presbiacusia que es natural en las personas mayores. Los hombres y mujeres de estos tiempos sufren de sordera senil cada vez a más temprana edad. Las aglomeraciones de vehículos a motor se repiten todos los días a todas horas en el ir y venir de los conductores. Es desesperante, los nervios se alteran, dan la impresión los autobuses de ser animales antidiluvianos, con pasajeros molestos por el traqueteo de las unidades, con un chofer malhumorado que por lo común trae un acompañante con el que platica cosas subidas de color adosadas con un lenguaje procaz. Es por eso que se mide la intensidad de ruido en una unidad llamada decibelio o sea, décimas partes de un belio. Esta unidad de sensación auditiva se bautizó en honor de Alejandro Graham Bell (1847-1922), que como todos sabemos inventó el teléfono. Otro contaminante, quien lo dijera, cuando el conductor de un auto en movimiento se pone al oído su aparato celular lo que, nerviosamente advierte el transeúnte que atraviesa una avenida, con más frecuencia de la debida. No pocos accidentes ha ocasionado su descuido.

La escala de mínima a máxima percepción auditiva se divide en 130 decibelios. La respiración de un lactante se mide por un decibelio. El tic tac del reloj es de diez decibelios. El tráfico en una aldea es de 20, si es en una calle en las afueras de una ciudad es de 30, los efectos de comer abundantes frijoles o romper una hoja de papel provoca un ruido que medimos en 40 decibelios. El teclear una máquina de escribir, de las mecánicas, 50 decibelios. El tráfico normal en la ciudad produce 60 decibelios. El estruendo en las gargantas de los aficionados al futbol, cuando el Santos logra meter la bola en la cabaña contraria sólo para empatar, aumenta el ruido a 70 decibelios. El escape de una motocicleta o un radio a volumen estridente o la sirena de una ambulancia, 80. Un claxonazo del automóvil que se encuentra atrás de otros vehículos, que se vuelve loco al siguiente segundo de cambiar el semáforo a verde, es de 90 y si es de los armatostes de servicio público, que circulan en nuestras ciudades, llega a 100 decibelios. El metro, que aún no tenemos porque el dinero se va en bonos a toda clase de funcionarios, produce su ruido en el túnel que se mide en 110. El que se escucha en un aeropuerto los motores de un avión o los pasajeros chillan contra las autoridades porque no sale su vuelo, es de 120. El ruido, no importa de dónde provenga, que causa dolor de oídos, se mide en 130 decibelios. Cuando el obrero trabaja en un lugar que cotidianamente excede de los 85 decibelios se provoca la invalidez por la llamada sordera profesional. Es un agotamiento metabólico de las células del oído interno que acaban por no responder al estímulo vibratorio. Es bueno recordar que ese efecto se tiene cuando usted va en la calle y se encuentra con un embotellamiento donde los conductores se desesperan hasta el límite de la locura tratando de hacerse oír a base de bocinazos ¿Será por eso que la ciudad enloquece?

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