Sólo vamos a mirar para que luego no nos cuenten, le dije al Querubín para animarlo a asistir esa noche a la inauguración del lujoso almacén que abrió sus puertas para ofrecer objetos exclusivos para ricototes.
El tránsito está de locos y hace un frío de perros, lo único inteligente que podemos hacer es quedarnos en casita -dijo malhumorado el Querubín al regresar del trabajo. Pero como yo no soy inteligente, mejor vámonos -le respondí- porque ni modo de quedarme como novia de pueblo, chula de bonita y alborotada.
Y así fue como nos arrojamos sin salvavidas sobre la noche de la Ciudad de México que inmersa como está en el frenesí navideño, se pone imposible.
Al principio avanzamos con cierta fluidez pero a poco nos encontramos el primer atasco. Vamos a tomárnoslo con calma- propuse- y encendí las noticias en el radio en el momento en que informaban que la ciudad, por la intensidad del tránsito, se encontraba colapsada de norte a sur y de este a oeste.
El Querubín tuvo la intención de regresar a casa pero nos encontrábamos a la mitad de un puente de los que hicieron para que primero los pobres babosos como nosotros, sigamos pagando tenencia, contaminación, verificación, seguros, carísima gasolina gravada además con impuestos extra; y todo para tener un auto que no tiene por dónde circular.
Pasados los puentes, intentamos dar la vuelta pero la interminable fila de autos a los lados, al frente y atrás nos lo impidieron. -¡Paciencia!, dije al Querubín que empezaba a ponerse morado, y centímetro a centímetro, defensa con defensa, siempre a merced de los chicos listos que serpentean de un carril que no se mueve a otro que tampoco se mueve, de ciudadanos que pie en tierra suelen ser amistosos, pero que al volante se convierten en seres violentos que amenazan iracundos desde su ventanilla.
Así estaba la situación cuando el auto delante de nosotros, decidió autodestruirse y comenzó a echar humo. El conductor bajó para intentar inútilmente empujarlo hacia la orilla; y el Querubín sintiéndose atrapado, tocó el claxon. Olvidando su auto humeante, el hombre se acercó a la ventanilla de mi imprudente marido y le ordenó: ¡ahora usted empuja y yo pito guey...! -Tranquilo, déjeme ayudarle, respondió conciliador mi esposito al percatarse de la sólida musculatura del retador.
Y ahí quedé yo, en el embravecido mar de autos y con todas las mentadas para mí solita, mientras los señores empujaban el auto humeante para orillarlo y destrabar el nudo gordiano que se había armado.
Llegamos al evento con dos horas de retraso, pero Marcelo Ebrard, quien debía inaugurar, llegó después que nosotros acompañado de su elegante esposa. Tan perredistas ellos, tan primero los pobres; no parecían nada incómodos entre tanto rico ricón. Acribilladas por los fotógrafos, las personalidades sacaban el pecho satisfechotas como pensando: -Qué listo soy, qué bonito soy, como me quiero; y si me muero, cómo me voy a extrañar- Al mirarlos, malaconsejada por la envidia me dio por pensar: ¿Cuántos de estos elegantes caballeros llevarán dentro a un secreto rufián, a un pederasta o a un corrupto ladrón? ¿Cuál de esos beatos y melifluos caballeros se destapará cualquier día con la estrellita de moda y construirá su carretera del amor? ¿Y qué tal si en una de ésas me fotografían por aquí dándole la mano a un narco y acabo en el bote por meterme donde no me llaman?
“Todo lo malo que en la vida me ha pasado ha sido por salir de casa”, dijo hace algunos siglos Pascal. Como casi nunca, esta vez tuvo razón el Querubín, debimos quedarnos en casita.
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